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Dándole al dedo

En su Historia de la revolución rusa, Trotski justifica el triunfo de la revolución socialista en su país recurriendo a la "ley del desarrollo desigual y combinado". Simplificando: la explosiva coexistencia de diferentes modos de producción y de muy distintos grados de desarrollo social pueden producir un "salto cualitativo" en el proceso histórico. Ese habría sido el motivo de que, desafiando el cálculo de los marxistas "de cátedra", fuera en la atrasada Rusia, y no en las industrializadas Alemania o Inglaterra, donde triunfó la primera revolución proletaria. Del mismo modo, en las revoluciones pueden coexistir formas muy organizadas de lucha con otras primitivas, individualistas y "espontáneas". Todo vale.

Ahora ocurre algo parecido. La protesta contra el capitalismo y sus recortes admite expresiones muy variadas. Ahí tenemos, por ejemplo, a los indignados neoyorquinos que acampan en Zuccotti Park (antes Liberty Plaza Park), a dos pasos de Wall Street, y que han organizado su territorio como si se tratara del cuartel general de las tropas destinadas en Irak. Disponen de zona de recepción, recinto de prensa (con ordenadores y teléfonos), pequeño dispensario de urgencias, biblioteca, cafetería (espero que no se trate de otra franquicia de Starbucks), etcétera. Incluso han conseguido crear una red de solidaridad online en la que sus simpatizantes pueden adquirir y hacerles llegar munición de boca y de espíritu. La lucha contra los banksters se presenta dura, y es preciso estar preparados.

Frente a esas formas sofisticadas de lucha, existen otras que no lo son tanto. Leo, por ejemplo, el caso del ciudadano de Avilés que, irritado porque un concejal se negaba a recibirle, se cortó un dedo como protesta (primitiva, individual y espontánea). En la nota de prensa no se dice qué dedo se extirpó a golpe de hacha, pero no es imprudente suponer que el caballero elegiría aquel del que menos necesidad tenía. No es que nos falten dedos para protestar, llegado el caso. Lo malo es que los motivos por los que hacerlo han aumentado desde lo de Lehman Brothers. Hace ya tres años largos como siglos.

En el ámbito de la cultura -por ceñirme a los contenidos de esta página- tampoco faltan motivos de protesta. Los recortes han afectado a las Concejalías correspondientes de incontables localidades, que usaban generosamente su presupuesto en verbenas y fiestas para solaz del pueblo y gancho electoral (las bibliotecas son asunto menor). También se han suprimido (o cercenado) muchos de los casi 2.000 premios literarios (públicos o privados) que cada año se concedían. El último, el Premio Torrevieja, inventado por el ayuntamiento de dicha ciudad en época de bonanza ladrillesca y dotado con 360.000 machacantes, también acaba de decirnos adiós (¡Dita sea mi suerte! ¡Con el enchufe que tenía para el del año que viene!). Los anticipos a los autores se han derrumbado. Y han desaparecido -o se han recortado hasta dosis homeopáticas- los socorridos bolos con que los letraheridos completaban sus ingresos. Incluso me dicen que en los Cervantes ya no invitan a tantos amigos. Los traductores no traducen mucho y siguen cobrando poco, y tampoco abundan en las editoriales otros trabajos externalizados.

De modo que, como no nos organicemos pronto, profetizo una avalancha de dedos seccionados. En total -y salvo accidente sobrevenido o malformación congénita- cada uno dispone de 20 para protestar. Cuando se nos acaben, procederemos con otros miembros, como los personajes de la saga Saw. Al fin y al cabo, los mafiosos de la Yakuza se cortan los meñiques como signo de compromiso; Van Gogh se guillotinó la oreja; y los skoptsy rusos se amputaban los testículos (ellos) o los pechos (ellas) para no caer en concupiscencia. Además, como a pesar de banksters y políticos neoliberales, seguimos siendo (por ahora) dueños de nuestro cuerpo, podemos elegir de qué nos desprendemos: una vez, de una oreja; otra, del dedo gordo del pie izquierdo; más tarde, del pene o de un pezón. Ya ven: una creativa aplicación de la combinatoria aplicada a la protesta. Ánimo.

El País

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