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Castillos en el aire

Los franceses, por lo menos hasta anteayer, fantaseaban con poseer "un castillo en España" como expresión de su ilusionismo más atrevido, mientras que los españoles, a los que no es más arduo soñar con castillos en Castilla, nos conformamos con la exageración de heredar "castillos en el aire". Francés de una imaginación tan extrema que le impedía moverse casi de su barrio ante el terror de comprobar que no hay nada más que lo que vemos, Charles Baudelaire, mientras navegaba entre paseos, conversaciones, lecturas y cuadros, tuvo también su pequeña fantasía española en forma de castillo, pero, de vuelta de casi todo antes de emprender la partida, lo concibió de forma aérea. Es normal, permítanme la salida, que Baudelaire, un "beau de l'air" o del "aire"; esto es: un "bello del aire o de la época", viajase a nuestro país con un vuelo imaginario, apenas ayudado por una persona interpuesta, la del pintor Edouard Manet, que pasó de puntillas por Madrid para girar una visita al Museo del Prado e inventar de paso la pintura moderna, esa quimera que estamos todavía descubriendo qué pueda ser.

Esta pequeña digresión la recojo al vuelo de la lectura del maravilloso ensayo de Roberto Calasso La Folie Baudelaire, recién traducido a nuestra lengua, donde este escritor italiano, siguiendo la huidiza sombra del poeta francés, levanta un mapa del mundo moderno, en el que, a partir del marco y prisión de París, la mítica capital de nuestra época, orienta nuestros pasos necesariamente en la trayectoria vertical, que simultáneamente nos excita y nos aflige: la del punto de fuga de la imaginación. En fin, cómo decirlo, Roberto Calasso, paso a paso, sigue las huellas de Baudelaire seleccionando sólo los puntos más oscuros de su vida y de sus escritos, que son los más reveladores de su luminosa deambulación.

Se han escrito, como es normal, miles y miles de páginas sobre el autor de Las flores del mal, pero Calasso ha buscado emplazarse en otro lugar asombrosamente todavía no hollado. Ha trazado una nueva ruta de su "vía crucis" moderno. Por ejemplo, frente a la dicotomía establecida por Jean-Paul Sartre, por la que se nos hacía entender cómo un rebelde no llega jamás a ser revolucionario porque no cree jamás que un sueño se pueda materializar, Calasso escruta y analiza la permanente subversión onírica de Baudelaire, radical insatisfecho con todo y de todo, no sólo del mundo, sino sea cual sea su conjugación temporal.

En este sentido, Calasso salta rápidamente de "la natural oscuridad de las cosas", tal y como titula su primer capítulo de presentación de Baudelaire, al reino de las imágenes que lo cautivaron, lo que, por fuerza, le lleva a trazar una historia del arte moderno. Pero Calasso no cae en la trampa escolar habitual: la de seguir la corriente de un Baudelaire, quizá el único crítico de arte de nuestra época verdaderamente memorable, como partidario de Delacroix y Manet, sino que, ahondando en la compleja psicología y los nervios de este personaje lúcido y enloquecido a la vez, sabe la importancia del envés, lo oculto y el contraluz de sus opiniones. ¿Cómo si no explicarse que Calasso se centre más en Ingres y en Degas que en Delacroix y Manet o que se centre en aquéllos para explicarnos a éstos? Y no se trata de una restitución paradójica de valores a contracorriente, aunque esto no fuera un método ajeno a Baudelaire: es que ha comprendido la radical inquietud de éste, su penitente modernidad, su trágico sentido de la reversibilidad, el aire de nuestra era.

Quien de alguna manera haya amado a Baudelaire, la vida de su obra o la obra de su vida, se zambullirá en la lectura del ensayo de Calasso con ese ímpetu que hace temer tocar fondo. Es diferente. Y quizá su diferencia radique en que Calasso ha comprendido cuál era la auténtica locura -el aria- de un autor para nosotros crucial en la medida en que intuyó que los castillos en España estaban en el aire y lo respiró a pleno pulmón.

El País

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