Hace poco le decía yo a Fuentes que la historia de América Latina no
era el recuento de sus fracasos, como suele documentarse, sino el
proyecto siempre recomenzando de su futuro. Nunca la historia ha estado
más llena de futuro, respondió. Y no fue necesario añadir que su obra
narrativa documenta, precisamente, ese derroche histórico. Ya Cortázar
se había alarmado de que un mismo escritor fuese capaz de escribir
novelas tan distintas como La muerte de Artemio Cruz y Aura (ambas de
1962). Ambas son la mejor terapia latinoamericana contra la tradición
del pensamiento deficitario, aquel que concebía América Latina como
víctima de los males del origen irresuelto, demorada en llegar al
banquete de la civilización, y siempre en búsqueda de su expresión
elusiva. En esas novelas, Fuentes escribió los magníficos responsos de
dos padres feroces y obscenos, Artemio Cruz y Consuelo, como un
exorcismo del malestar de las interpretaciones globales de América
Latina. En una hizo la sátira festiva del mito de la identidad esencial;
en la otra, la crítica de la historia como madre de la verdad. Ambas
novelas demuestran, por lo demás, la extraordinaria inventiva de Carlos
Fuentes, que nunca escribió dos novelas parecidas, que no se benefició
del éxito de un estilo, y que en cada novela escribía su primer libro.
Siempre creyó que hacia adelante sólo podemos ser más libres.
Por lo demás, he llegado a creer que Fuentes ha practicado una
irrestricta novelización; la que nos incluye en su lectura, que nos toca
descifrar. Casi todos los políticos mexicanos, y algunos intelectuales
altisonantes, parecen estar buscando su lugar en alguna página
apocalíptica y jocosa de Cristóbal Nonato. Su relato convierte a la
historia en ficción, a la política en esperpento, a la biografía en
enigma, y a la novela misma en el discurso que hace y rehace nuestro
tiempo, como si pudiese ser otro, siempre en proceso de configurarse, y a
punto de ser más libre. Leer a Fuentes es exceder límites, cruzar
fronteras, explorar la práctica latinoamericana por excelencia, la de la
mezcla, que es su contribución a humanizar la modernidad. La escritura
de Fuentes es de inmediato reconocible por su feliz energía, esa suerte
de reverberación del lenguaje que discurre con ardor y nitidez.
Hace poco, en una de sus visitas a Brown, un señor muy viejo que
parecía un angelote de García Márquez, le preguntó: "¿Y cómo está Miguel
Angel Asturias? ¿Qué es de Alejo Carpentier?" Y ante el pasmo de Carlos
Fuentes, insistió: "Pero con Cortázar seguirá usted conversando". Pensé
después que ese lector no sólo había evitado escrupulosamente las
necrológicas, sino que tenía razón: vivía en el presente perpetuo de la
lectura, casi como el joven historiador de Aura. Se diría que leer a
Fuentes es rejuvenecer: el país se está haciendo, la novela acaba de ser
inventada, y ya nos deben el futuro. En una carta, Cortázar le
comentaba a Fuentes un ensayo suyo sobre la nueva novela, y le discutía
la inclusión de Alejo Carpentier en la constelación de los nuevos. "Tú,
que citas ese pasaje de mi libro donde me declaro 'en guerra con las
palabras', tienes que comprender que mire sin alegría a alguien que está
en plena cópula con ellas", sentenciaba Julio. Pero Fuentes era capaz
de encontrarle rasgos familiares a ambos, y sumar a García Márquez, José
Donoso, Juan Goytisolo, Severo Sarduy y Julián Ríos en la misma tribu
cervantina de los novelistas que escribieron para no tener que volver a
la Mancha, a lo literal, a lo mismo; y a quienes ya nunca se tragará la
selva. Por eso ha dicho García Márquez que Fuentes es el último escritor
en creer que los novelistas son una parentela feliz.
Las paradojas del tiempo recorren su obra como fuerza reversible,
apetito de encarnación, memoria rehecha y precariedad humana. Tiempo
barroco el suyo, temporalidad aferrada; pero sobre todo tiempo mexicano,
alimentado de la sangre y la tinta de lo vivo.
Un escritor que cada vez nos hará más falta.
El Pais
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