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Estos versos salvaron la vida a Machado

"Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro me salvó, y no por vanidad, ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil, no tenía derecho a aniquilarla". La carta que a finales de 1912 Antonio Machado envió a Juan Ramón Jiménez retrata bien la borrasca vital que estaba atravesando el primero. En la primavera de ese año —nueve después de publicar Soledades— había aparecido su segundo libro de poemas: Campos de Castilla. Si el primero le había conseguido más prestigio que lectores, el nuevo fue un éxito desde el principio: con una primera tirada de 2.300 ejemplares —más optimista incluso que las que se hacen hoy—, el poemario fue reseñado en España y América por críticos como Unamuno, Azorín y Ortega. Superado el simbolismo modernista, llegaba la hora de la Historia, la poesía como "palabra en el tiempo". El lirismo intimista daba paso a la conciencia crítica: solo el racionalismo europeo podía atajar la beata ignorancia española. "Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora", dicen unos versos en los que solo una lectura superficial podría ver, siguiendo el tópico noventayochista, una exaltación de los valores de ninguna patria.

La cruz de la moneda fue, en las mismas fechas, la salud de su mujer, Leonor Izquierdo, enferma de tuberculosis. El poeta y la muchacha —el episodio ya forma parte de la crónica rosa de la literatura— se habían casado cuando él tenía 34 años y ella, 15. Fue en 1909, en Soria, la ciudad en la que Machado enseñaba francés desde dos años antes mientras vivía en la pensión regentada por la madre de la novia. En 1911, durante un viaje a París, Leonor vomita sangre y la pareja vuelve a España gracias a "250 o 300 francos" que les adelanta Rubén Darío. A las 10 de la noche del 1 de agosto de 1912, Leonor muere. “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. / Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar", se lamentó el escritor en un celebérrimo poema que terminaría formando parte de las nuevas ediciones de Campos de Castilla.

Abatido, Machado deja Soria y, con el nuevo curso, cambia su plaza de profesor al Instituto General y Técnico de Baeza. Allí escribe muchos de los poemas que convertirán la segunda edición de Campos de Castilla (1917) en otro libro casi, uno de los más influyentes de la literatura española del siglo XX. Desde el primer verso —"Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla"— hasta el torpe aliño indumentario pasando por ser bueno (en el buen sentido de la palabra), distinguir las voces de los ecos, partir ligero de equipaje, la curva de ballesta del Duero o la España de charanga y pandereta, el poemario ha sido un semillero de expresiones para el habla popular, al que, de hecho, tanto debe. Si a ello se le añaden los proverbios y cantares —"caminante, no hay camino"— en la voz de Joan Manuel Serrat para su disco de 1969 o, más recientemente, la sombra de Caín en la de Robe Iniesta (Extremoduro), queda patente la vigencia de la obra de Antonio Machado. En los libros y en la calle.

"Machado es lo más parecido que tenemos en España a un poeta nacional", dice Luis García Montero, escritor y catedrático de literatura de la Universidad de Granada. "Sus versos están en el vocabulario común, a veces, incluso malinterpretados, porque cuando habla de las dos Españas en Campos de Castilla no se refiere a la izquierda y la derecha, sino a los conservadores y liberales que se alternaban en el poder durante la Restauración, un periodo de descrédito de la política en el que había una distancia abismal entre la España oficial y la real".

García Montero se dio a conocer como poeta en los años ochenta reivindicando un cambio de actitud estética resumido en una fórmula tomada de Machado: la otra sentimentalidad. Frente a la sensibilidad, que se cree abstracta y pura, se trataba de "asumir que los sentimientos son un producto histórico y que la indagación de la intimidad podía ser una labor tan cívica como el compromiso político".

Para los poetas más jóvenes de la democracia, Machado sirvió también como punto de unión con los de la generación del 50. El realismo crítico de Campos de Castilla y su muerte en el exilio después de atravesar la frontera francesa junto a los derrotados de la Guerra Civil convirtieron a Machado en un símbolo. Hasta el punto de que en 1959, vigésimo aniversario de su muerte, una visita a Collioure fue uno de los hitos promocionales de aquella generación de autores hoy clásicos. Para la foto del día posaron en el cementerio Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente, Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral y José Manuel Caballero Bonald. Este último es el único superviviente de la foto, privilegio que, dice, le parece "un dato más bien alarmante" y le produce una "ingrata sensación de pérdida". Pese a ser el menos realista, por barroco, de los poetas del grupo, Caballero Bonald recuerda el papel que la figura de Machado jugó para su generación: "Se convirtió para todos nosotros en el paradigma de una filosofía social y un enfoque crítico de la cultura que coincidía con el programa poético que entonces se intentaba movilizar". Su comportamiento, "sus limpias actitudes humanas y políticas, su figura intachable de defensor de la República, supusieron un punto de referencia ideológica tan oportuno como integrador". Cien años después de la aparición del libro que lo consagró se ha matizado mucho la disyuntiva entre simbolismo y realismo, pero Machado continúa siendo un ejemplo de decencia y la gente sigue usando sus versos como si fueran expresiones pulidas por los siglos. No hay mejor posteridad para un poeta.

El País

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