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Dos siglos de compromisos

Con un puñado de honrosas excepciones, el viejo siglo XX, que asistió al nacimiento de la figura y señaló el momento de su máxima influencia, no ha dejado en buen lugar a los intelectuales, tachados de ingenuos, veleidosos, ególatras, maleables o afines a las ideologías totalitarias. Suele afirmarse que el primer intelectual, en la medida en que se propuso no sólo elaborar un ideario político sino influir directamente en la sociedad de su tiempo, fue Sócrates, y en esa categoría de precursores encajarían otras figuras veneradas como las de Erasmo o Voltaire. Este último, el philosophe por excelencia, ya se acerca a la condición del intelectual moderno, nacida con motivo del affaire Dreyfus, cuando Zola asumió públicamente la defensa del oficial judío acusado de traición a la patria y logró movilizar a una parte de la nación frente a los abusos del ejército. Entonces, en los estertores del XIX, nace la palabra intellectuel, asociada -en origen con sentido peyorativo- a la lucha contra las arbitrariedades del poder, ejercida por "hombres de letras que se implican en el debate público, independientemente incluso de su arte", como dice una de las definiciones que se ofrecen en este libro.

Obra del ensayista, politólogo y ejecutivo Alain Minc (París, 1949), que compagina la escritura con la asesoría de gobiernos y empresas, Una historia política de los intelectuales es un libro ingenioso, ameno y accesible, bien escrito y no en absoluto inocuo, pues el autor se sitúa muy lejos de la comodidad descriptiva para dar su opinión en todo momento. Por descontado, su objeto de estudio son los intelectuales franceses, que si no aparecen calificados en el título es porque el autor, pese a ironizar sobre la grandeur de sus compatriotas, da por hecho que fuera de Francia no hay demasiado que decir al respecto, valga como ejemplo el escuálido párrafo en el que se refiere al caso español -dentro de un capitulo cómicamente titulado ¿Y en otras partes?-, donde se menciona tan sólo a Clarín y Unamuno, como si no existieran Ortega, Machado, Ridruejo, Ferlosio o García Calvo. Minc es un lector inteligente y un ensayista con criterio, aunque no -él mismo se define con humor como un modesto "intelectual de pacotilla"- una autoridad en el campo de la historia de las ideas. En este sentido, inquieta menos su deuda reconocida con Michel Winock -cuyo monumental El siglo de los intelectuales está disponible en Edhasa- que la referencia final a los "extractos de obras" que le preparó un "joven normalista", de quien al menos se acuerda de citar el nombre.

Pero no siempre hace falta que sean verdaderamente eruditos -a algunos de estos no hay manera de leerlos- los autores de libros meritorios, cuando saben digerir y trasladar al lector la materia de la que tratan. La Historia de Minc está llena de información valiosa y de juicios brillantes y desprejuiciados, que en general tienden a mostrar las contradicciones y debilidades de los santones a uno y otro lado del espectro ideológico. En breves capítulos o artículos monográficos que parten de los salones del XVIII y el mundo del enciclopedismo -con el "contrarrey" Voltaire a la cabeza del "primer partido de Francia"- y llegan hasta el "último puritano" Bernard-Henri Lévy -a quien curiosamente Minc, tan crítico con las vacas sagradas, parece apreciar mucho-, el autor recorre dos siglos de compromiso por parte de la intelligentsia -término anterior, de origen ruso o polaco-, que no llegan más acá porque para Minc no han surgido pensadores de peso y con vocación de influir en la vida pública después de los años setenta. O también, lo que parece más razonable, porque la caída de las utopías y el descrédito del maniqueísmo no favorecen como antaño las soflamas autocomplacientes.

Zola fue un valiente, pero también se benefició de la causa que abrazaba. Gide tuvo la osadía de romper con la Unión Soviética, pero se mostró tibio y elusivo durante la Ocupación. Sartre, más que Beauvoir, no hizo otra cosa que equivocarse. Y así la mayoría, salvo Aron y poco más. Minc recorre con agilidad y un admirable sentido del ritmo las polémicas ideológicas de la historia contemporánea, juzgando muy críticamente a los escritores politizados. Hacia el final, de forma un tanto apresurada, declara prescrito el modelo de intelectual a la vieja usanza y defiende que en la era de internet, caracterizada por la horizontalidad y la ausencia de jerarquía, no será posible el sistema de privilegios y camarillas que sostenía el inmenso predicamento de que gozaron, pese a sus reiterados errores, tantos mitos vivientes. Este discurso último, bastante superficial, no es lo más recomendable de su libro. La mezcla de entusiasmo por el nuevo orden con el elogio a la libre competencia, incluido el barniz anarcoide o anarcoliberal, vale como receta o conseja para una reunión de directores de recursos humanos, pero no explica ninguno de los graves desafíos de nuestro tiempo.

diariodesevilla.es

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