Mi querida Concha: (…) Quería que me enviases la nota de tu
cuadernito de ingresos para llevarla a mi librito que he traído conmigo;
especificado todo con fecha y al céntimo; sueldo, rentas, etc”. Miguel
de Unamuno lleva dos meses y medio confinado en Puerto Cabras
(Fuerteventura), cuando escribe a su esposa, Concepción Lizárraga, el 26
de mayo de 1924. Y la carta, una de las muchas que enviará a su
“querida Concha”, y a algunos de sus hijos, durante sus seis años de
exilio, revela una faceta suya poco conocida. La del padre de familia
obsesionado con las cuentas domésticas, angustiado por la situación
económica de los suyos, tanto como por la situación de España, bajo la
dictadura de Miguel Primo de Rivera. Una y otra preocupación están
presentes en la correspondencia del exilio, que bajo el título Miguel de Unamuno. Cartas del destierro. Entre el odio y el amor (1924-1930)
publica ahora Ediciones Universidad de Salamanca, en una cuidada
edición a cargo de los hispanistas franceses y biógrafos de Unamuno
Colette y Jean-Claude Rabaté.
En el libro encontramos a un Unamuno en estado puro. Un agitador
político, temible como enemigo ideológico, que no duda en abroncar a
algunos de sus remitentes, como al escritor e ideólogo falangista
Ernesto Giménez Caballero, al que escribe el 4 de junio de 1927,
indignado porque ha publicado una carta suya en la revista La Gaceta Literaria,
ignorando que el escritor no consiente “que se someta ni una sola línea
de mis escritos (…) a la censura de la tiranía”. Otras veces pasa al
tono sarcástico. En julio de 1925, escribe a vuelta de correo al
escritor peruano Ventura García Calderón, que le ha visitado en el
exilio parisiense y acaba de publicar un artículo sobre él en La Razón
no del todo preciso. Cualquier periodista, propensos como somos a los
errores, sería comprensivo con Ventura, que no ha acertado ni con el
color ni con el corte del traje que viste don Miguel. No es negro, sino
azul, le precisa Unamuno, y le detalla que el sastre que se lo hizo no
es un ‘lugareño’, sino un reputado griego instalado en París.
El escritor vasco, una de las voces más críticas contra la guerra de
Marruecos, contra el rey Alfonso XIII y contra Primo de Rivera, es
enviado al destierro a los pocos meses del golpe militar de septiembre
de 1923. El nuevo Gobierno no soporta la ofensiva de Unamuno, que
arremete contra todas sus decisiones en discursos públicos y en cartas
que, como la enviada a un amigo español en Argentina, terminarán
apareciendo en una revista de izquierdas. Se le ordena salir para
Canarias el 20 de febrero de 1924. Desde ese día cesa como vicerrector
de la Universidad de Salamanca y decano de Filosofía y Letras, y se le
suspende de empleo y sueldo. A partir de esa fecha y hasta el 9 de
febrero de 1930 vivirá en el exilio. Confinado en Fuerteventura unos
pocos meses (junto al exdiputado Rodrigo Soriano, también represaliado),
y más tarde instalado en París, luego en Hendaya, por decisión propia.
Y es que el escritor no acepta la gracia del Gobierno, que lo
amnistía en julio de 1924. No está dispuesto a que lo perdone una
camarilla a la que dedica los más brutales epítetos. Y no volverá a
España mientras esa “canalla” no haya abandonado el poder. El exilio
será duro, pero fructífero en términos de repercusión internacional de
su obra, y de activismo político contra el régimen español. Unamuno
dedicará esos años a leer, a jugar al mus y al ajedrez, y a escribir
ensayos, poemas, artículos e infinidad de cartas. Un nutrido epistolario
en el que denuncia las tropelías del régimen, la bajeza de sus
dirigentes, a los que dedica insultos feroces —Primo de Rivera es el
‘ganso real’; el general Severiano Martínez Anido, ‘el cerdo
epiléptico’—, y la tragedia de España. Todo eso sin soltar un minuto las
riendas de la ‘hacienda’ doméstica al frente de la cual, en Salamanca,
se ha quedado su esposa, Concha, con los ocho hijos de la pareja, el
mayor ya casado; el menor, todavía adolescente.
Es un nutrido epistolario en el que denuncia las tropelías del régimen, la bajeza de sus dirigentes y la tragedia de España.
Concha es la destinataria del grueso de esa correspondencia, pero, ni
de lejos, la única con la que se cartea. Unamuno escribe a escritores,
periodistas, traductores, políticos y simples admiradores, hasta un
total de 105 remitentes. En el listado figuran, por ejemplo, Jorge Luis
Borges, Jorge Guillén, George Duhamel y Jean Cassou. Acaso lo mejor del
libro que se publica ahora, integrado por 310 cartas, sean las 130
inéditas, la mayoría dirigidas a su mujer, que la Universidad de
Salamanca y el Ministerio de Cultura lograron rescatar de una casa de
subastas, antes de que comenzara la puja por ellas, en marzo de 2006, y
depositar en la Casa-Museo de Unamuno. Dos años después, la universidad
entregó a Colette y a Jean-Claude Rabaté este material, que ellos
ampliaron recopilando el mayor número posible de cartas del destierro,
para su publicación.
Las cartas muestran a un Unamuno intensamente político y doméstico,
casi nunca íntimo. Un hombre volcado en su lucha furiosa contra el
régimen —tema recurrente en casi todas—, que aprovecha su notoriedad
política internacional para dar a conocer su obra. Sus quejas de la
política española son omnipresentes. Pero además, cuando escribe a su
esposa, Unamuno le hace montones de encargos. La familia entera parece
atrapada en el torbellino de su activismo, pendiente de las necesidades
(literarias, políticas, sociales) del gran hombre. En cuanto a Unamuno,
sufre y goza en la distancia y sin extenderse por escrito, los dramas y
las alegrías que viven los suyos: la muerte de su nuera María, primera
esposa de su hijo Fernando, las complicaciones del primer embarazo de su
hija Salomé que terminará por abortar y, finalmente, el nacimiento de
su primer nieto, Miguel Quiroga.
Su familia es el soporte esencial de su vida, desde luego. Y cuando
se retrasa el correo de Salamanca, el desterrado sufre. “Después de unos
días que me habéis tenido en ascuas recibo hoy la carta de Salomé de
anteayer. Gracias”, escribe a su esposa el 11 de septiembre de 1924,
desde París. Para ir, de inmediato, al grano. “Pero no sé nada de lo que
más me importaba saber. No sé si he sido o no repuesto en la cátedra y
vuelto a poner en nómina; no sé si me van a pagar los sueldos del tiempo
de la suspensión (…) Y ya sabes lo que esto me preocupa. Es una
debilidad, lo sé, pero tengo esta ansiedad y me gustan las cuentas
minuciosas. Mi cuadernillo de ellas está en blanco desde mediados de
marzo. Las que me mandaste son confusas. Dame, pues, cuentas”. Una
preocupación comprensible en un padre de familia numerosa que ha dejado a
los suyos en una situación económica delicada. Su hijo Pablo será
esencial para sostener a la familia en esos años.
Las penurias de la vida intelectual asoman por todas partes en esta
correspondencia. Unamuno se queja de los retrasos en pagarle las
colaboraciones y de las pillerías de los editores, que le escamotean
dinero, incluso los más importantes. En carta a su amigo el hispanista
francés Jean Cassou, de noviembre de 1925, habla de “arreglarle las
cuentas al lagarto Gallimard”, en referencia al poderosísimo editor
francés Gaston Gallimard. Él es hombre frugal. Gasta poquísimo, e
incluso alardea de tener algún ahorrillo en el banco. Pero las
necesidades de su familia son muchas y él solo puede hacer una cosa
desde el exilio: escribir. Escribe sin parar, con plumilla y palillero
de caña que él mismo se fabrica. Más tarde “con pluma metálica”.
Colabora con revistas españolas y publicaciones de la América hispana,
pero se niega a sufrir la censura española y muchos de sus escritos son
para periódicos clandestinos. Así va engrosando la lista de artículos,
más de 4.000, que llegó a publicar en su vida. “Lamentablemente”, dice
su nieto Miguel de Unamuno Adarraga, “nadie ha sido capaz de reunirlos y
publicarlos, pese a que tienen un interés enorme”. Miguel de Unamuno
Adarraga, arquitecto jubilado, residente en Madrid, uno de los 11 nietos
del escritor (otros dos fallecieron ya), hijo de Fernando, primogénito
de Unamuno, ha contribuido con alguna carta familiar a la interesante
colección que ahora se publica. Adarraga, que nació en 1935, un año
antes de la muerte de Unamuno, no conoció, obviamente, al abuelo. “Sé
por mi padre que en el destierro lo pasó muy mal, envejeció mucho en
esos seis años”, dice.
A su esposa le hace montones de encargos. La familia entera parece atrapada en el torbellino de su activismo.
El escritor está “en el otoño de la vida”, cuando sale para el
destierro. El 29 de septiembre de 1924 cumplirá en París los 60 años. Y
en las fotos que lo retratan, sobriamente vestido, con sus gafas
redondas, la barba corta y el cabello escaso y blanco, en las tertulias
del café de La Rotonde, y en la puerta del hotel donde se alojó, en
Hendaya, parece diez años más viejo.
La correspondencia que mantuvo fue un bálsamo para él. Una forma de
drenar su odio al régimen y al rey Alfonso XIII, al que describe como
“un pobre abúlico voluntarioso con la vileza de su bisabuelo el Borbón
Fernando VII unida a la petulancia pedantesca de los Habsburgo”, en
carta al escritor y traductor húngaro Dezsó Kosztolányi, en marzo de
1924. Pero no solo hay arrebatos de ira en este epistolario escrito a
mano, casi siempre, con la letra grande y clara de Unamuno. A veces, en
estas cartas escritas con brillantez, pese a ocasionales errores o
faltas, aflora el sentimiento de culpa. Su lucha política sin cuartel,
¿no es acaso excesiva?, se pregunta. Aunque son momentos fugaces.
Sorprende la violencia de su lenguaje. Los editores, Colette y
Jean-Claude Rabaté, están de acuerdo en que el “discurso de la ira, del
desahogo” de Unamuno “rompe los diques de las conveniencias y de lo que
llamaríamos hoy en día ‘lo político correcto”, explican en un correo
electrónico. Pero ven en ello el tono precursor de los escritores
republicanos. “Un José Bergamín que se burla del ‘Mulo Mola’ o Rafael
Alberti que escribe que el general Queipo de Llano ‘ladra, muge,
gargajea’ y ‘rebuzna a cuatro patas”.
Los ataques de Unamuno alcanzan también al pueblo español, culpable
de no secundarle en la denuncia de la camarilla gobernante. “Estamos
bajo el mando de unos soldados vesánicos, borrachos, jugadores,
sifilíticos y cretinos. ¿Y el pueblo? La sífilis se le ha convertido en
envidia, que fue el origen de la Inquisición”, escribe en abril de 1924
al escritor y político boliviano Alcides Arguedas. Y prosigue: “Ya no
hay hombres en España, no hay sino machos —con serrín en la mollera y
pus en el corazón— y eunucos, y por otra parte, mendigos y ladrones”.
Vuelve a la carga en la carta enviada a su hija Salomé, en noviembre de
ese mismo año. “Lo más del miedo de los españoles es cobardía gratuita,
temor a meras molestias y, en muchos, no más que pordiosería. Porque ese
es un pueblo de pordioseros, haraganes e ingratos”.
Leyendo sus furiosas críticas es inevitable preguntarse qué habría
dicho de la España actual. “Yo creo que le habría hecho sufrir la enorme
corrupción política que hay”, dice Pablo Unamuno Pérez, de 66 años,
nieto también del escritor. Pablo de Unamuno, médico jubilado, vive en
Salamanca, donde este año, cuenta, no hay día en que no se celebre algún
acto de homenaje a su abuelo, coincidiendo con el 75 aniversario de su
muerte, ocurrida el 31 de diciembre de 1936. Unamuno vuelve a estar de
primerísima actualidad. Hay actos de homenaje previstos en Vitoria y
Bilbao, y en octubre, saldrá a las librerías una nueva biografía escrita
por Jon Juaristi, y publicada por Taurus, dentro de la colección
Españoles Eminentes, puesta en marcha con la Fundación March.
Con todo, los Rabaté consideran que “la ocasión de conmemorar a
Unamuno por todo lo alto será el 150º aniversario de su nacimiento, en
2014”. Un homenaje a escala nacional sería “la forma de superar la
resistencia de ciertos españoles frente a un personaje que les parece
demasiado austero y complejo”.
Complejo y polémico desde luego, pero no por eso olvidado, alega Jon
Juaristi. “Ha habido una continuidad absoluta en el interés que ha
despertado. Sus obras se publican en ediciones de bolsillo. En Salamanca
existe una cátedra Miguel de Unamuno”. Y la biografía que acaba de
escribir viene a sumarse a una larga serie de libros sobre la vida de
Unamuno. Desde que se publicara la de Emilio Salcedo, en los años
sesenta, Juaristi cita de pasada la de Luciano G. Egido, el ensayo
biográfico de Stephen Roberts, de 2007, la biografía de los Rabaté,
editada también por Taurus, de 2009, y una más breve, de hace unos
meses, de Carlos Díaz. Tantas, que resulta difícil aportar algo nuevo,
aunque siempre existe la posibilidad de otros enfoques.
“De Unamuno me interesa sobre todo su condición de intelectual
moderno europeo, equiparable a un T. S. Eliot o un Kafka”, dice
Juaristi, y recuerda que su libro, “en el que hago, obviamente, mi
propia interpretación de los datos biográficos”, tiene la ventaja de
estar escrito por un vasco, nacido en Bilbao, muy cerca de la casa natal
del filósofo, que conoce bien los problemas de Euskadi como los conocía
Unamuno. La obra está volcada en los años de juventud del autor
bilbaíno. Un personaje, admite Juaristi, que no está entre sus
escritores preferidos, pero que le cae simpático, “pese a sus múltiples
contradicciones, que son constantes, y resultan algo molestas”.
Más que contradicción, la gran paradoja de la vida de Unamuno es
haber combatido a muerte al Directorio de Primo de Rivera, para saludar
después el golpe del general Franco. “Mi abuelo era un hombre de otra
época y pensaba que aquello iba a ser otra especie de dictadura
decimonónica. No midió sus consecuencias”, explica su nieto Miguel de
Unamuno Adarraga. Los Rabaté están de acuerdo. Unamuno, que tanto
contribuyó a traer la República, se desengañó muy pronto de ella. Pero
aunque los primeros meses de la Guerra Civil bastaron para horrorizarle,
es innegable, apunta Jon Juaristi, que “murió creyendo que Franco era
un liberal”.
Miguel de Unamuno. Cartas del destierro. Entre el odio y el amor (1924-1930). Miguel de Unamuno. Edición de Colette y Jean-Claude Rabaté. Ediciones Universidad de Salamanca, 2012. 352 páginas. 20 euros.
El Pais
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