En una noche que se acababa halló la cuadratura del círculo. En otra
tocó fondo por un desengaño amoroso. Un día detalló los 116 libros de su
biblioteca (Aristóteles, San Agustín, Esopo, Ovidio, Plinio y también
manuales sobre hierbas, anatomía, filosofía, cosmografía o gramática) y
al otro describió su fondo de armario. Por encargo trazó un mapa de la
Toscana con un imaginario desvío del Arno y una máquina para atravesar
en línea recta una montaña. Dibujó bielas, muelles, manivelas, clavijas,
goznes y tornillos con y sin fin. Al tiempo le dedicó un mundo de
resortes y correas. Y a Marco d'Oggiono, de sobrenombre Salai
(Diablillo, bautizado así por una novela de moda en la época) le dedicó
todo el tiempo del mundo, aunque fuese un ejercicio vano para domesticar
aquella pasión equivocada. Cuando un ictus paralizó parte del cuerpo de
su maestro, Salai acudió al rey francés para ofrecerle todas las
pinturas, entre ellas un lienzo pequeño que alcanzaría una fama grande, y
largarse con el dinero a su tierra. En Francia quedó, enfermo,
empobrecido y abandonado, su maestro y protector, Leonardo da Vinci
(1452-1519).
Elisa Ruiz, catedrática de Paleografía y Diplomática de la
Universidad Complutense, ha reconstruido la biografía de Da Vinci sin
dejarse llevar por la imaginación ni el mito. Por supuesto no ha leído
la novela de Dan Brown, El código Da Vinci, cuya trama es un
inocuo ejercicio de malabares en comparación con la vida real de un
hombre superdotado atiborrado de complejos: hijo ilegítimo de un notario
y una campesina, autodidacta sin formación académica y sin acceso a
valiosas obras porque desconocía el latín y el griego, homosexual
juzgado por sodomía, perfeccionista víctima del síndrome de la obra
inacabada que le condenaba a revisarse eternamente. Y también, añade
Ruiz, “un resorte que removió criterios científicos y defendió el método
experimental; un inconformista con propuestas modernas que triunfarían
siglos más tarde”. En síntesis: un virtuoso que nació “antes de tiempo”.
Parte de todo ello se atisba en El imaginario de Leonardo,
una exposición que permanecerá desde ayer hasta el 29 de julio en la
Biblioteca Nacional, que atesora dos valiosos códices (bautizados en los
sesenta como Madrid I y Madrid II) y que, según la
institución, representan el 10% de la producción escrita que se conserva
en todo el mundo. Visto con ojos de inversor bursátil, su valor es
descomunal: Bill Gates, el único particular con un códice de Da Vinci
para su doméstico disfrute, pagó cerca de 20 millones de euros en 1994 por las 72 páginas en las que Leonardo se sumergió al finalizar la Gioconda y en las que hace gala de su ilimitada imaginación al anticipar coches y helicópteros.
Los códices españoles (600 páginas, o sea, 2.160 millones de euros a
precio de Gates de 1994) alcanzaron la fama mundial hace unas décadas,
cuando su falso descubrimiento anunciado en un hotel de Boston desató un
culebrón y su bautizo mediático. En realidad se había perdido el rastro
de los originales en un marasmo de signaturas cambiantes. No hay
constancia de que los dos manuscritos hayan salido de Madrid desde que
llegaron de la mano del escultor Pompeo Leoni. Uno de sus herederos
vendió en 1642 los dos códices a Juan de Espina, musicólogo, clérigo y
coleccionista, que legó sus fondos a Felipe IV.
Lo que sí salió de Madrid, como acaba de descubrir Elisa Ruiz, son
los admirables dibujos de la colección Windsor, donde el artista redobla
su talento con una meticulosidad de científico: diseccionó treinta
cadáveres para perfeccionar su conocimiento anatómico. Esta serie fue
vendida al inglés lord Arundel en 1646, que buscaba un regalo para la
boda del príncipe de Gales.
Leonardo da Vinci escribió las dos obras de la BNE en su madurez. Madrid I
es un tratado de estática y mecánica donde el autor evidencia que su
concepción mental parte de una imagen a la que acompaña la escritura, de
derecha a izquierda (era zurdo), como un elemento secundario. “Su
léxico es breve, pobre y a veces escribía listas de palabras para
enriquecerlo”, desvela la comisaria ante uno de esos ejercicios que
exudan inocencia y afán de superación. Cada página es un universo en sí
mismo, donde aborda una cuestión y la zanja.
El Madrid II, germen del Tratado de la pintura, que
copió y escribió Francesco Melzi, discípulo, heredero y albacea de
Leonardo, tiene un apartado técnico dedicado a la geometría, la
fortificación y la reproducción de medallas —la pieza fundamental es la
fundición del caballo proyectado para Francesco Sforza, mecenas del
artista— y otro apartado, de anotaciones personales, que deslizan por el
tobogán íntimo de Leonardo, capaz de sonrojar con sus declaraciones:
“Yo moriré si con tu moralidad no me amases”. Y un epitafio incompleto:
“Si yo no pude hacer... Si yo...”.
El País
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