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Cuando Charles Dickens fue el héroe de su propia novela

 El autor publicó por entregas entre 1849 y 1850 'David Copperfield', el título suyo que más amaba y en el que ajustó cuentas con sus memorias y con su propia vida.

Hay novelas que no pueden empezar a leerse sin un escalofrío de emoción. Da igual que sea la primera vez o una enésima relectura. Estas obras nunca se leen por vez primera como algo totalmente desconocido, lo que no quiere decir que su lectura no asombre. Y nunca acaban de leerse, porque son inagotables y sería demasiado triste terminarlas sin la esperanza de volver a leerlas.

Cuáles sean estas primeras líneas que siempre se leen con emoción está establecido por el canon literario universal y lo decide el gusto personal. Están, desde luego, los monumentos; desde "Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles…" hasta "Hace tiempo que me acuesto temprano…". A ellas el gusto personal añade -permítanme poner como ejemplo algunas de las mías- "En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres…", "Le faltaban dos o quizás cuatro centímetros para alcanzar el metro ochenta de altura…", "El domingo 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Liden­brock…", "Cuando se trataba de ocultar sus dificultades, Tommy Wilhelm era tan capaz como cualquiera…" o "Hacia las tres de la tarde, Bessie Popkin comenzó a prepararse para salir a la calle…".

Pocos autores ofrecen tantos inicios que siempre se leen con emoción como Dickens. Porque pocos son tan amados, además de admirados. Desde el inicio de su primera novela ("El primer rayo de luz que ilumina las tinieblas…") hasta los de sus obras más populares ("Entre los varios edificios públicos de cierta ciudad…"; "Dígase para empezar que Marley había muerto…"; "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…"; "Al ser el apellido de mi padre Pirrip y mi nombre de pila Philip…"), tuvo el don y la astucia -porque la literatura era ya una industria que debía atrapar a los lectores desde las primeras líneas y mantener su atención de entrega en entrega- de iniciar sus novelas con frases que despertaban hambre de lectura.

De entre estos inicios pocos son tan memorables como "Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas…". Es David Copperfield, la novela que Dickens más amó de entre las suyas por ser la más autobiográfica, aquella en la que definitivamente exponía, tras el disfraz de los personajes, algunas de las heridas más profundas que la vida le había infligido; y en la que con más valor afrontaba sus propias debilidades.

Fue empezada en 1848, publicada por entregas entre 1849 y 1850 y editada en volumen ese mismo año por un Dickens que, a sus 38 años -pese a estar en lo mejor de su vida y en la cumbre de su carrera- sufría tormentos interiores (crisis de melancolía), literarios (la frialdad de los críticos que enfrentaban sus excesos sentimentales a la contención de Thackeray), familiares (nacimiento de su noveno hijo, sintiéndose agobiado por la manutención de su numerosa familia) y emocionales (la muerte de su hermana Fanny seguida por las de su sobrina, su hija Dora -nacida durante la escritura de David Copperfield, por lo que le puso el nombre de la esposa del protagonista, y muerta a los ocho meses antes de su conclusión- y de su padre, con quien siempre había mantenido difíciles relaciones). Era su novena novela y con ella, además de superar los inmensos éxitos de las anteriores, desahogaría estos tormentos.

Que se trataba de un ajuste de cuentas con su memoria y su vida, estaba claro. Un año antes de empezar a escribirla inició unas memorias que abandonó para terminar Dombey e hijo -rica en apuntes autobiográficos- y retomó en 1949, mientras terminaba David Copperfield, en cuyo cuarto capítulo transcribió parte de ellas. La escritura fue fatigosa. A mitad de la obra terminaba cada entrega apenas un mes antes de su publicación. Al concluirla sentía la ligereza de haberse desprendido de un fardo, pero también estaba emocional y físicamente agotado. Aunque había valido la pena.

Además de haber escrito una obra maestra, el éxito editorial de los 100.000 ejemplares rápidamente vendidos, sólo superado nueve años después por Una historia de dos ciudades, la novela más vendida de la historia, alivió sus agobios de padre de familia numerosa. La buena recepción crítica alivió su disgusto ante las frecuentes incomprensiones. La galería de personajes -Murdestone, Creakle, la tía Betsy, Micawber, Pegotty, Steerforth, Agnes, Dora, Gummidge, Uriah- le consagró como el más fabuloso creador de tipos. Y las situaciones terribles evocadas -muerte del padre, debilidad de la madre, internamiento en la siniestra Salem House, trabajo en la fábrica, amor atormentado por Dora, cárcel de deudores, errores nacidos de la vanidad- aliviaron el fardo de dolor que oprimía su memoria. Por eso Dickens, que consideraba Martin Chuzzlewit su mejor novela, dijo que la que más amaba era David Copperfield.

diariodesevilla.es

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