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El peligro de escribir

Ya comentamos en estas páginas el excelente ensayo de 1990 de Norman Manea ‘Felix culpa’ (incluido en Payasos. El dictador y el artista) a propósito de Mircea Eliade (1907-1986). Para quienes apreciaban la contrastada generosidad personal de Eliade y admiraban su brillante contribución a la historia de las religiones y a otras áreas de conocimiento, el silencio que mantuvo sobre sus relaciones con el fascismo de su país plantea un signo de interrogación inquietante. Paradigma de esa interrogante incomodidad fue Ioan Petru Culianu (1950-1991). Historiador de las religiones, erudito en ocultismos, magia y misticismo, discípulo de Eliade, el exiliado Culianu había recalado en la misma Universidad de Chicago.

Cuando cayó la dictadura de Ceausescu, Culianu empezó a manifestar abiertamente sus convicciones políticas y hostilizó la corrupción del nuevo régimen, los crímenes de la Securitate y el oprobio del nacionalismo rampante y el revisionismo que celebraba a la patriótica ‘Legión’. Su entusiasmo por Eliade también se moderó mucho al ir conociendo su pasado fascista. Un día un sicario le sorprendió en los lavabos de su Facultad y le pegó un tiro en la nuca, sin que se haya sabido hasta la fecha si el crimen se cometió por encargo de la Securitate o de alguna otra agencia estatal, de alguno de los nuevos círculos nacionalistas cuyas actividades Culianu denunciaba o de alguna secta esotérica cuyos arcanos se empeñaba en descubrir…

En la novela de Norman Manea, un thriller intelectual más intelectual que thriller, Eliade y Culianu son rebautizados como Cosmin Dima y Minhea Palade. Eliade/Dima y Culianu/Palade son la constante referencia para los protagonistas de la novela: el profesor Augustin Gora, que lleva muchos años en Nueva York, donde se exilió dejando atrás a su esposa Lu (en el momento decisivo ella, inesperadamente, decidió quedarse) y Peter Gaspar, exiliado tardío, que llega al Nuevo Mundo en compañía de su prima y amante Lu y es amenazado de muerte por haber escrito una reseña sobre Dima (es decir: como Manea sobre Eliade). La guarida es una meditación sobre algunos de los temas fundamentales en la vida de Manea y en su narrativa, ya abordados en El regreso del Húligan: la experiencia del exilio y la imposibilidad del regreso, la pervivencia del totalitarismo, el eterno retorno del antisemitismo. Sobre estos asuntos Manea reflexiona en sus ensayos de forma excelente. Aquí la trama es interesante, los personajes están bien perfilados, las observaciones sobre la vida en democracia son pertinentes, pero la forma incurre en dos insuficiencias. La prosa telegráfica —“¡todo el mundo odia las frases cortas!”, exclamó una vez Bioy, con cuánta razón— impone una lectura a trompicones, y la superabundancia de diálogos es reveladora. Pondremos un ejemplo al azar, de la página 167, donde Gaspar le explica a un policía que Dima/Eliade contrataba a un chófer exclusivamente para llevarle al médico:

—Tampoco Palade conducía. Como tampoco conduzco yo, por otra parte.

—¿No conduces? ¿Y cómo te las arreglas? El campus está completamente aislado, no se puede ir a la ciudad más que en coche. ¿Te lleva esa estudiante, Tara Nelson?

—En ocasiones. Rara vez.

—O sea, que el erudito tenía chófer. Lo llevaba al médico.

—Contratado sólo para ese recorrido.

—Tener un chófer personal no es algo habitual. Médico tenemos todos.

—Un médico especial. Camarada de la juventud. Emigrado a Estados Unidos después de la guerra. Viejo también él, ahora.

—¿Conocido?

—Un cualquiera. Dima habría podido encontrar un médico mejor. No le faltaban ni el dinero ni la fama, podía disponer del mejor médico, pero eligió al viejo camarada, vinculado a los círculos de extrema derecha, norteamericanos y sudamericanos. Ese doctor publicó un libro. Lo tengo. Propaganda. Terrorismo. Bajo el sello del anticomunismo.

El País

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