Conocí a Carlos Fuentes dos veces, y las dos cambió mi vida. La primera,
en 1984, cuando yo tenía 16 años. En esa época pensaba estudiar
filosofía, pero mi compañero Eloy Urroz me dijo que era mejor escribir
cuentos y novelas. Para lograrlo, antes debíamos aprender de nuestros
“clásicos vivos”. Nos propusimos, así, comenzar con Terra Nostra,
una obra colosal, no sólo para unos adolescentes (Carlos Monsiváis, su
sarcástico amigo, decía que se necesitaba una beca para lograrlo). La
tarea fue titánica, pero cuando salí de ella, al cabo de dos
enloquecidas semanas, ya era otro. Fuentes no sólo me enclaustró en un
abismo narrativo inimaginable, del que no he conseguido salir del todo,
en donde las eras y los lugares más lejanos se entremezclan y fecundan,
sino que me contagió, para siempre, con el virus de la novela. Como para
tantos miembros de mi generación, fue mi Virgilio. Poco después, Eloy y
yo nos internamos en otras de sus grandes ficciones, La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente y, sobre todo, Aura.
Sesenta y dos páginas que alcanzan una condición tan rara como
peligrosa cuando se habla de literatura: la perfección. Me gustaría, en
un día como éste, ser capaz de agradecérselo, tener la lucidez para
revisar su bibliografía o engarzar dos o tres frases afortunadas que me
permitan recordarlo más allá del lugar común. Pero a veces el dolor es
más profundo. Por eso salta a mi la memoria la segunda vez que conocí a
Carlos Fuentes: en persona, a partir de 1999, en México, en Londres, en
París, en Madrid, con Silvia y en ocasiones también con Natasha, para
escucharlo hablar, con esa sensatez y esa severidad que tanto nos harán
falta en estos días aciagos, de lo divino y de lo humano. Otra vez fue
mi Virgilio. Un crítico tan agudo como feroz, tan profundo como
descarnado. Un guía generoso —un faro en lontananza—, más que un modelo.
Porque, para entonces, Fuentes no sólo había escrito una summa
narrativa inigualable, sino que había creado una tradición literaria por
sí mismo: la Edad del Tiempo. Como Faulkner, Onetti o García
Márquez, su compañero de batallas, había creado un orbe único, un
universo literario feroz y sólo suyo: lo llamó México, como el país al
que amó de manera violenta y febril, al que sirvió como acicate y como
espejo. Cosmopolita irredento, enemigo de todos los prejuicios, viajero
incansable, hizo de México el centro de sus inquietudes políticas,
sociales, literarias, abriéndolo al resto del mundo. El azar, o eso que
llamamos justicia poética, lo llevó a morir a México: el despiadado
territorio que él mismo nos legó.
El País
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