La trilogía de Arno Schmidt 'Los hijos
de Nobodaddy' —que va de la Alemania nazi a la hecatombe nuclear— está
en las antípodas del relato momificado por el canon realista del siglo
XIX.
La edición de 'Momentos de la vida de un fauno', 'El brezal de Brand'y 'Espejos negros' es uno de los acontecimientos del año
El acontecimiento literario de 2012 no va a ser el consabido éxito de
ventas de algún autor o autora promovidos súbitamente a la fama por los
servidores del dios Mercado ni uno de esos mamotretos de ochocientas
páginas sobre la Guerra Civil, con sus laboriosas reconstrucciones de lo
que realmente pasó, pero carentes, ay, del genio creativo de
Galdós. Lo será, al menos para un puñado de lectores que no confunden
capachos con berzas, la traducción de la trilogía de Arno Schmidt —Momentos de la vida de un fauno, El brezal de Brand y Espejos negros— reunida en un solo volumen y precedida de un excelente prólogo de Julián Ríos, con el título de Los hijos de Nobodaddy,
término éste acuñado por William Blake para designar al Dios colérico
de la Biblia que, desde su desdichada invención, no deja de amenazar con
sus castigos a las criaturas reacias a ingresar en su rebaño y a
obedecer mansamente sus órdenes.
“Hay novelistas —escribe Julián Ríos— que se traducen casi tan
fácilmente como se leen, son de comercio agradable como dicen los
franceses, a diferencia de otros menos asequibles que requieren tacto y
un trato prolongado para llegar a conocerlos en sus diferentes estratos y
estratagemas narrativas. El enorme y fuera de norma Arno Schmidt es de
estos últimos”. Mientras en el primer caso el trasvase de un idioma a
otro se efectúa con puntual rapidez y a veces en el tránsito el original
sale mejorado (soy amigo de dos traductores que muestran generosamente
su buena disposición a paliar la grisura de las frases hechas y las
torpezas sintácticas del autor traducido), en el segundo, la ingente
labor a la que aquellos se enfrentan plantea un reto al que solo pueden
responder los avezados a la lectura de una prosa que es también poesía,
dotados de un oído musical/literario y de un amor incondicional a la
belleza por arriesgada y difícil que sea. Habrá que felicitar por ello a
Luis Alberto Bixio, Fernando Aramburu, Florian von Hoyer y Guillermo
Piro, gracias a los cuales la ardua pero fascinadora trilogía de Schmidt
ha llegado a nosotros en un español que se lee con fruición en la
medida que nos obliga a volver sobre él al tiempo que acaricia nuestro
oído con una extrañeza y dulzor insólitos.
La crítica, o la que pasa por serlo, suele allanar como una
apisonadora lo raro y lo vulgar, lo reiterado y lo nuevo, y reacciona
incluso con enojo ante lo que por su índole anómala ofrece resistencia
al lector perezoso. Los enamoramientos de los reseñadores al uso suelen
ser con todo efímeros (recuerdo el comentario de un crítico francés a la
novela de un mediocre autor argentino: j’aime à la folie le livre de…;
pero ni el crítico enloqueció tras tan contundente declaración ni ésta
salvó al piropeado del piadoso olvido), y la presión de los grandes
consorcios editoriales que promocionan a sus campeones de ventas ajenos a
la funesta manía de inventar —confundiendo interesadamente la calidad
con la visibilidad—, no alcanzan a resucitar la obra fallecida de muerte
natural. ¿Quién se acuerda hoy de los best sellers de hace 20, 30 o 40
años? Arno Schmidt no forma parte de la tribu de escritores fotogénicos y
de sonrisa profidéntica de los que habla Julián Ríos, pero muy pocos,
añade, “saben hacernos sonreír como Schmidt: unas veces cervantinamente,
con la sonrisa traviesa de Sterne y otras con la aviesa de Swift”.
Relata, mediante una sucesión de breves
fogonazos, la vida cotidiana de Düring, el ‘alter ego’ del autor y a la
vez retrato del padre
La poética del autor de la trilogía está en las antípodas del relato
momificado por el canon realista del siglo XIX: centra su acento en la
prosa, una prosa vehiculada en un presente de indicativo abierto a la
sorpresa y la discontinuidad, a horcajadas sobre ella y una poesía de
orfebre que teje el relato con imágenes de sorprendente plasticidad (“mi
pensamiento discurría serpenteando como largas y negras medias mojadas”
o “el resplandor de la luna se hizo más agudo, más claro, como si fuera
un profeta que anunciara la inminente aniquilación de los astros”).
Lector de Wieland y de Novalis, el narrador de Arno Schmidt hace suya la
estética avalada por el último:
“La forma de escribir una novela no debe ser un continuum; debe
ser una estructura articulada en cada periodo. Cada fragmento debe ser
algo separado —delimitado—, un todo válido por sí mismo”.
El periodo histórico evocado en Momentos de la vida de un fauno
(febrero y mayo-agosto de 1940, agosto-septiembre de 1944) no refleja
directamente los acontecimientos que precedieron al estallido de la
Segunda Guerra Mundial ni los que preludiaron la agonía del Tercer
Reich. Relata, mediante una sucesión de breves fogonazos, la vida
cotidiana de Düring —el alter ego del autor y a la vez retrato
del padre con el que nunca congenió— en el poblado agreste de sus amores
(la Loba) y odios (el señor Jefe de Distrito, nazi por supuesto); los
bosques en los que se refugia huyendo del conformismo y el fervor
patriótico de los suyos; la cabaña que se construye en una hondonada
recóndita para abrigar sus encuentros furtivos con la hija de sus
vecinos; la coexistencia con una esposa a la que no soporta y con unos
vástagos contagiados por la fraseología del Führer y de sus gerifaltes.
Lo público y lo privado se entremezclan en el zigzag de sus
pensamientos: el SS que se jacta del “trato especial” que reserva a los
judíos apriscados en los campos, el obligado Heil Hitler
intercambiado en la calle, el fatalismo alegre de quienes pronto serán
conducidos al matadero, afloran a la superficie de una cotidianidad
hecha de lecturas, trabajos de Archivo, escapadas al mundo vegetal del
que entra el aire que respira y le mantiene en vida. Una simple frase
nos informa del inminente fin de la guerra civil española otra, de la
perversa naturaleza de los polacos, a los que conviene dar una lección;
una tercera, de la firma del Pacto germanosoviético que dará paso al
desencadenamiento de las hostilidades… Maestro en el arte de la elipsis,
el bellísimo encuentro de Düring con la Loba (página 126) debería
servir de lección a los autores que nos describen escenas sexuales con
perlas del estilo de “le metí la polla en la boca” o “se la chupé hasta
secársela”, y que son legión. El solitario narrador ve avecinarse la
catástrofe:
“Nada hay más horrible ni lamentable que dos pueblos que se lanzan el uno contra el otro cantando himnos nacionales”, escribe
“Nada hay más horrible ni lamentable que dos pueblos que se
lanzan el uno contra el otro cantando himnos nacionales. (Una definición
del hombre: ‘es el animal que grita hurra’)”.
y sin dejarse ofuscar por el clamor patriótico advierte:
“Todos vuestros generales y políticos podrán vaticinar que se
avecina la edad de oro, que precisamente acaba de comenzar, pero yo sé
que dentro de diez años habrán aniquilado por completo a Alemania.
¡Entonces se verá quién tenía razón: si el insignificante Düring o esos
grandes señores y el 95 por ciento de los alemanes!”.
En el tercer capítulo del Fauno (de agosto a septiembre de 1944), las
sombrías predicciones del narrador se han cumplido o están en vías de
cumplirse. Los ataques aéreos arrasan las ciudades alemanas; la radio
oficial informa de repliegues estratégicos en todos los frentes y las
familias reciben los ataúdes de sus hijos envueltos gloriosamente con la
bandera nacional. La reacción del misántropo Düring a la noticia de la
muerte del suyo, “caído por la Gran Alemania”, rezuma indiferencia y
desprecio. Las escenas de los bombardeos y sus diluvios de fuego
componen uno de los mejores testimonios de apocalipsis que se abatió
sobre el Tercer Reich, apocalipsis no retratado puntualmente como en la
novela de Stig Dagerman sino trazado a brochazos con el pincel
visionario de un Goya. La evocación de los Desastres de la Guerra es una
de las páginas más bellas de la obra de Arno Schmidt y sirve de
introducción al lector en la segunda parte de la trilogía (aunque la
precedió en su escritura): El brezal de Brand.
Papel higiénico británico, escolares con piernas delgadas como palos,
hambre, frío, escasez: todo avala el malthusianismo del narrador, para
quien habría que castigar la procreación en la medida en que prolonga y
expande la irracionalidad de sus pares. La aversión a sus congéneres que
bajo “la presión o el empuje de algunas pocas manos aisladas, la lengua
bien afilada de un solo charlatán, el fuego salvaje de un solo
temerario que toma la delantera —lo que pone en marcha a miles y
centenares de miles que no consideran ni la justificación ni las
consecuencias de ello—” duda en considerar humanos, extiende su
pesimismo cósmico a todas las instituciones y mitologías religiosas que
sostienen un gran teatro de títeres al servicio de los más vivos y
desvergonzados. Pastillas Knorr, un octavo de libra de margarina, una
lonja de tocino, un queso raquítico, tarjetas de racionamiento, bellotas
cocidas, calorías: la experiencia de Arno Schmidt como prisionero de
guerra e intérprete de la Escuela de Policía instalada por los ingleses
en la landa de Lüneburg acarrea una serie de materiales en bruto en la
que el amor con Grete, pero sobre todo con Lore, teje un hábil
contrapunto a la miseria de un universo sin futuro y abocado a una
inexorable destrucción. Solo las referencias a la obra escrita y ya
leída muy cervantinamente por Lore, así como el amor a la belleza
literaria sin leyes, en contraposición a la de los “chulos de la poesía”
(¡anota bien la frase, lector!) salvan al narrador narrado de la
catástrofe que se avecina y de la que dará cuenta catorce años después
(en el tiempo novelesco, no en el real).
En Espejos negros, cuya acción se desenvuelve en 1960, la
hecatombe nuclear prevista (y casi deseada) por el narrador anónimo,
trasunto de Düring y del alter ego de Schmidt de El brezal de Brand,
que ha preservado milagrosamente la vida en unos bosques desiertos,
libres al fin de sus aborrecidos congéneres, ya ha tenido lugar. Las
cáscaras de las casas y poblados están vacíos:
“Las bombas atómicas y las bacterias hicieron un trabajo
excelente. Mis dedos oprimían sin cesar el gatillo de la dinamo de la
linterna. En una de las habitaciones había un cadáver: su hedor tenía la
fuerza de doce hombres: de modo que al menos en la muerte consiguió
igualar a Sigfrido (al margen de eso, no suele ocurrir que sigan
oliendo; con todo el tiempo que ha pasado). En el primer piso había casi
una docena de esqueletos, hombres y mujeres, diferenciables por las
caderas”.
El superviviente se alegra de que todo haya
acabado: vagabundea solitario como en el tiempo en el que el planeta
existía sin seres “semihumanos”
El superviviente se alegra de que todo haya acabado: vagabundea
solitario como en el tiempo (decenas de miles de años) en el que el
planeta existía sin seres “semihumanos”. Entre las ruinas despobladas
tropieza con residuos de la extinta civilización: documentos, ficheros,
libros (no se menciona aquí, como en la primera parte, a “un tal Arno
Schmidt escritor muerto de hambre”), mapamundos con Estados aniquilados y
fronteras risibles. El encuentro inesperado con otra superviviente,
imagen madura de la Loba y de Lore de las anteriores novelas de la
trilogía, les permite evocar a ambos sus respectivas vivencias de la
aniquilación. ¿Subsisten aún seres aislados y dispersos como ellos? Y,
en caso afirmativo, ¿podrían propagarse en un medio contaminado y
hostil? Sus especulaciones sobre la hipotética repoblación de una Tierra
en la que ni la ética ni la cultura han arraigado al cabo de miles de
años les induce a rechazarla: los antropomorfos no tienen posibilidades
de mejora y no mejorarán:
“Boxeo, fútbol, quiniela: ¡para eso sí que corrían! ¡En armas
eran campeones! ¿Cuáles eran los ideales de un muchacho?: ser corredor
de coches, general, campeón mundial en los cien metros. De una muchacha:
ser estrella de cine, ‘creadora’ de moda. De los hombres: ser dueño de
un harén y gerente. De las mujeres: un coche, una cocina eléctrica y que
la llamaran ‘Señora’. De los ancianos: ser hombre de Estado”.
El narrador y Lisa no reencarnarán la fatídica pareja de Adán y Eva
en el paraíso. Ella no desea la absurda propagación de la especie:
brusca y resueltamente le abandona. Y el solitario de los bosques y
brezales proseguirá sin lector alguno su labor de prosista
“incendiario”.
Habrá que dar las gracias al editor, a los tenaces y admirables
traductores y a Julián Ríos, cuyo empeño a lo largo de décadas ha
permitido la publicación de Los hijos de Nobodaddy, por haber
puesto en nuestras manos una obra cuya audacia compositiva y fogonazos
de belleza nos arrancan del muermo de las lecturas consabidas y sin
huella posterior alguna.
El País
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