Los desastres no son inevitables. No cuesta nada
concebir un universo paralelo en el que Adolf Hitler se dedica a pintar
acuarelas, Josif Stalin se queda en el seminario y Javier Clemente va a
Leverkusen, en los suburbios de Colonia, a jugar al fútbol. En ese
universo, libre de Auschwitz y del gulag, Valverde marca un gol en
Leverkusen, el Espanyol levanta su primer trofeo continental y el mundo
es más feliz.
El libro que firma Enric
González sobre el Espanyol de Barcelona traza un recorrido por la
historia del equipo blanquiazul, y explica el proceso a través del cual
se construyó la identidad del club: "Mientras los vencedores inventaban
su historia, el Español no inventaba nada. Y se encontró a la sombra de
la historia ajena. Si el Barça simbolizaba el antifranquismo y el
catalanismo, el Español, su vecino y rival, debía simbolizar lo
contrario. Lógico, ¿no?". Además, el libro recoge algunas escena
avistadas desde una grada del viajo estadio de Sarrià, donde el autor
decidió que siempre sería espanyolista. Una de estas estampas es la de
un gol del argentino Roberto Martínez, un fragmento que entrará en los
anales de la literatura deportiva.
Una vida en Sarrià
Mi
primer recuerdo futbolístico es un hombre cabizbajo que espera en una
esquina. Hurgando en lo más profundo de la memoria no encuentro el
brillo del césped, ni el fogonazo de un gol, ni el calor ruidoso de la
grada. Tampoco el sabor seco y pálido de las derrotas, pese a conocerlo
bien.
En el último sustrato aparece una banal
estampa urbana, en una tarde gris de domingo. El gusto por el fútbol, y
la devoción por unos colores u otros, nacen, creo, de una forma natural a
partir de hechos cotidianos.
El hombre cabizbajo
se llamaba Rafael González, era mi tío-abuelo y dirigía las revistas y
tebeos de la Editorial Bruguera. El tío González (léase oncle Gonsàles,
en catalán) rezumaba amargura y melancolía. Antes de la guerra había
trabajado como periodista. Luego fue represaliado y se ganó la vida como
carbonero hasta que los Bruguera le emplearon en su imperio, igual que
empleaban a mi padre (abogado de la casa, guionista y escritor de
novelas populares bajo el pseudónimo Silver Kane), a mi abuelo materno
(mantenimiento), al cuñado de mi abuelo e incluso, durante un tiempo, a
mi madre, secretaria y coloreadora de viñetas. El tío González tenía
mala fama entre sus empleados. No me extraña. Debía contagiarles su
amargura, además de exprimirles historietas y regatearles salarios.
Boomerang
Comentarios