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Esperanza: una tragedia

Después del éxito de sus Lamentaciones de un prepucio (4 ediciones, más de 15.000 ejemplares vendidos) vuelve Shalom Auslander con una novela que ha revolucionado el mundo literario norteamericano: Esperanza: una tragedia

Todo hombre tiene derecho a ser infeliz, y quizá tenga incluso el deber. La esperanza (por ejemplo, del que añora ser feliz) es nociva, y la humanidad se habría ahorrado muchos problemas si no fuese adicta a este engañoso narcótico.

¿Hitler? El mayor optimista del siglo xx: un soñador, un romántico. Después de todo, nada más esperanzado que la idea de una solución, encima final. ¿Mao, Stalin, Pol Pot? Tres cuartos de lo mismo.

Así podrían resumirse las enseñanzas del Profesor Jove, terapeuta sui generis al que Solomon Kugel acude porque, paradójicamente, sueña con una vida mejor.

Víctima de la esperanza, Kugel no solo es padre, sino que ha decidido llevarse a su familia a una casa rural en Stockton, Estados Unidos, un poblado donde nunca ha pasado nada, del que no ha salido nadie famoso... excepto un pirómano muy activo en los últimos tiempos.

Kugel quiere empezar una vida nueva, quitarse de encima el peso de la historia; la suya, personal y familiar, y la de su pueblo. Porque ambas historias parecen una y la misma. Su madre solo ha estado en un campo de concentración durante una visita turística, pero se comporta como si fuera Ana Frank.

Hasta que un olor fétido y unos ruiditos llevan a Kugel a descubrir a una mujer que lleva treinta o cuarenta años escondida en el desván (se trata, al fin y al cabo, de una casa antigua). Y que dice ser, ella sí, Ana Frank.

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Tiene gracia: no te mata el fuego, sino el humo.
     Ahí estás, aporreando las ventanas, subiendo las escaleras de tu casa en llamas, cada vez más arriba, intentando escapar, huir, con la esperanza de evitar el incendio. Quizá logres sobrevivir al fuego, pero mientras tanto te vas asfixiando, los pulmones se te llenan lentamente de humo, ahí estás, esperando a que los horrores lleguen de fuera, de la mano de un desconocido, del exterior, pero entretanto vas muriendo poco a poco por falta de oxígeno, desde dentro.
     Te compras una pistola (para protegerte, aseguras) y esa misma noche te desplomas de un infarto.
     Pones candados en las puertas. Pones barrotes en las ventanas. Pones una verja alrededor de la casa. Te llama el médico: «Es cáncer», dice.
     Mientras nadas frenéticamente hacia la superficie huyendo de un temible tiburón, sufres síndrome de descompresión y te ahogas.
     Un soleado día de Año Nuevo decides volver a ponerte en forma. «De este año no pasa», te dices. Ha llegado el momento de volver a empezar, de renacer. De hacerte más fuerte, más duro. A la mañana siguiente, en el gimnasio, al comenzar la tercera serie de pesas de banco, te da un calambre en el bíceps, las pesas se te caen en el cuello y te parten la tráquea. No puedes gritar. Se te pone la cara morada. Te fallan los brazos. En un póster colgado en la pared ves las últimas palabras que leerás antes de que se te cierren los ojos y la oscuridad te envuelva para toda la eternidad:
     ¿CUÁNTO VAS A QUEMAR HOY?
     Tiene gracia.

Boomerang

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