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Cama

Malcolm Ede, el protagonista de Cama, no es un niño común. Su curiosidad insaciable y su desprecio sistemático hacia las convenciones resultan tan exasperantes como enigmáticos. Durante la adolescencia parece tenerlo todo: carisma, atractivo, magnetismo, aplomo. No es suficiente: el día de su vigesimoquinto aniversario Mal decide no salir nunca más de la cama, y empieza a comer hasta convertirse en el hombre más gordo del planeta. A su alrededor los miembros de su familia, ligados por relaciones de dependencia, orbitarán como satélites sin nombre, espectadores impotentes de un circo mediático cada vez más grotesco: la consentidora madre, sacrificada mártir cuya adoración enfermiza sella el destino de Mal; el padre taciturno, torturado por recuerdos lejanos y empeñado en enigmáticos esfuerzos; o Lou, la abnegada novia, incapaz de desprenderse del pasado. Sobre todos ellos se alza la voz de su tímido hermano, perpetuamente relegado y cautivo en una encrucijada de amor y resentimiento, que vuelve sobre esta historia cálida y emocionante cuando ya parece a punto de terminar. 

Galardonada con el premio To Hell with Prizes 2010 y repleta de inesperados hallazgos verbales, la primera novela de David Whitehouse constituye un relato tragicómico y tierno, amargo pero esperanzado; una meditación en torno a la complejidad de los lazos familiares, los inasumibles peajes de la madurez y el amor y sus zonas de sombra. 

«David Whitehouse ha tomado lo que no sería más que un gancho argumental efectista en manos de un escritor menos dotado -un romance que triangula en torno a un postrado espectáculo mediático: el hombre más obeso del mundo- y lo ha convertido, mediante una prosa lapidaria, en una conmovedora meditación en torno al amor fraterno, tan singular como universal.» Teddy Wayne
«Un gran talento para la descripción estrafalariamente inteligente. No hay duda de que el autor de Cama es un escritor a seguir.» The New York Times 

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Cuando duerme, suena como un cerdo hozando un montón de hollín en busca de trufas. No puede decirse que sea exactamente un ronquido, más bien se trata de un estertor. Por lo demás, es un amanecer silencioso; es la mañana del Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared.
     Esta calma solo se ve alterada por el ruido de un cuervo al estrellarse contra la puerta del patio. El tremendo estrépito no consigue despertar a Mal, de cuyo pecho continúan brotando poderosos bramidos que resuenan en mis oídos como la conversación de sónar entre un delfín y un submarino.
     Mal pesa casi seiscientos cuarenta kilos, o eso aventuran algunos. Eso es mucho, es más de media tonelada. Su apariencia es la de esas ballenas que habréis visto en fotografías, reventada después de quedar varadas en la playa, desgarradas por la dilatación de gases internos, la espesa capa de grasa alfombrando la arena. Ha ido creciendo e inflándose a todo lo ancho de su camastro, formado por dos colchones de matrimonio y uno individual. Su masa se ha extendido tanto desde el centro de su esqueleto que parece un enorme edredón de carne. Le ha costado veinte años alcanzar tal envergadura. Un bloque de carne picada del tamaño de una camioneta embutida en un par de medias baratas, con capilares rotos aquí y allá. La grasa ha conquistado las uñas de sus manos y de sus pies, sus pezones se han estirado hasta adquirir el tamaño de la palma de la mano de una mujer, y únicamente un elemento dotado de la tenacidad de una miga de bizcocho se atrevería a navegar entre los pliegues de su barriga. Ahora mismo debe de haber espacio ahí para alojar dos pastelillos como mínimo. A lo largo de veinte años, Mal ha llegado a convertirse en un planeta con sus propios territorios pendientes de cartografiar. Nosotros -Lou, mamá, papá y yo- somos sus lunas, estamos atrapados en su órbita.

Boomerang

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