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Vivir del arte: ¿vivir del aire?

Pero ¿cuándo, cómo y por qué surgió el arte? Todavía no hemos sido capaces de responder a esta pregunta de una forma concluyente. No lo podemos hacer, entre otras cosas, porque no podemos calificar como artístico todo objeto fabricado por el hombre sino solo el que carece de utilidad inmediata o identificable. En este sentido, cuando hablamos, por ejemplo, de arte prehistórico, no incluimos en él –o solo de manera muy relativa– los objetos útiles, como el hacha de sílex, el hueso tallado como punzón, la aguja para perforar y coser o, en fin, las vasijas de cerámica que sirven para contener y guardar un alimento. Para nosotros el arte prehistórico por antonomasia lo constituyen la arquitectura megalítica, la escultura de figuras femeninas esteatopígicas o, por excelencia, la pintura rupestre parietal; es decir: nada que se parezca a un instrumento material, cuya forma muestre con evidencia su función y utilidad.

Si nos referimos a las pinturas prehistóricas, nos tenemos que remontar hasta unos 30.000 años antes de nuestra era, porque tal es la datación que los especialistas han calculado para las más antiguas conocidas, las de Chauvet, descubiertas cerca de Avignon no hace mucho más de tres lustros. Las pinturas de Chauvet, como las de Altamira o Lascaux, nos conmocionan porque plantean, por primera vez, el fenómeno extraordinario de la representación. El hombre en Chauvet no parece moverse por razones estrictamente utilitarias sino con el objetivo de dilucidar cuál es su posición en el universo, lo cual necesariamente le lleva a reflexionar sobre ello; esto es: el trabajo manual por medio de la representación se convierte en pensamiento. Félix de Azúa, en su Autobiografía sin vida, comenta el caso de Chauvet y afirma, con un tono oracular muy oportuno, que ya en el mismo momento en que se realizaron sus pinturas murales, a las que denomina «imágenes», eran perfectas; es decir: que su nacimiento y su culminación fue una acción única, inseparable e insuperable.

Después de darle muchas vueltas al asunto, los prehistoriadores y antropólogos se han inclinado por definir estas primeras imágenes producidas por el hombre y la forma de pensamiento que representan como una intelección mágica, término que etimológicamente deriva del latino magicus y del griego magicós, que significa «hechicero», pero término asimismo que parece compartir la raíz con otros vocablos afines, como la del adverbio latino magis, equivalente a nuestro «más», o los griegos mágeiros («cocinero») o mayeutikós (lo concerniente al «parto»). No soy un filólogo mínimamente autorizado, pero me da la impresión de que estas afinidades quizás pueden desvelar que la «magia» es algo así como sacar más provecho a algo de lo que a primera vista aparenta, sea mediante una pócima o cualquier otro tipo de encantamiento, de tal manera que se transforme en otro ser diferente sin por ello perder su naturaleza, como una maya («madre») mayea (del griego mayóo: «dar a luz», «pare»). Recuérdese al respecto la «mayeútica» socrática, esa técnica para ayudar a iluminar –dar a luz– el pensamiento.

Por último, el verbo griego mayomai, que significa «desear con vehemencia», «buscar con ardor», se une a este conjunto, aportando en este caso un matiz de otro vocablo usado antes, el de «ganas» y su derivado «ganancia». Sean acertadas o no estas conjeturas, improvisadas sobre la marcha, estoy convencido de que lo mágico de estas representaciones prehistóricas mágicas tiene que ver con la creencia de que cabe obtener un mayor poder sobre uno mismo y sobre el entorno que el derivado de su uso consuetudinario, de su mera utilidad práctica: un poder mental.

Por lo demás, al margen de estas disquisiciones filológicas, hay otras de mayor calado y complejidad a la hora de establecer una separación puntual y tajante entre lo «útil» y lo «inútil», no solo para decantar su respectivo papel en el proceso cognitivo sino, sobre todo, para atribuirle un valor comparativo superior o inferior; y, no digamos, al referirnos al arte, a la hora de asignarle un sentido distintivo y superior por su capacidad mágica o por su inutilidad. Lo que sí cabe afirmar es que históricamente estas cualidades o defectos se han asociado al arte prácticamente hasta la actualidad. En todo caso, como se puede apreciar, en cuanto afrontamos el sustantivo «arte» empiezan los problemas y el escalar por las ramas más recónditas. Pero ¿cómo eludirlo, incluso cuando se aborda desde una perspectiva tan a ras de tierra como es la de «ganarse la vida en, con o del arte», que parece reducirlo todo a lo económico y lo social? Una forma de aterrizar tras este arriesgado vuelo es dar un salto desde estas primeras manifestaciones artísticas prehistóricas, contaminadas por sus encantamientos mágicos, hasta la primera definición histórica del arte como tal, la de un arte que posee un objeto específico propio. Los inventores de esta nueva concepción del arte fueron los griegos, los cuales establecieron que la finalidad primordial del arte era la de producir belleza, que ellos interpretaron como la plasmación material de un orden, un canon, esto es, de una estructura racional y mensurable. Esta idea de que el fundamento del arte está íntimamente relacionado con la belleza perduró en Occidente durante siglos, casi hasta nuestra revolucionaria época, durante la que no hemos sido todavía capaces de dar una definición alternativa al arte que no sea negativa, pues ¿cómo definir positivamente un arte basado en la libertad?

Es evidente que el concepto griego de arte abrió un nuevo horizonte para una práctica hasta entonces confundida o subrogada a poderes sobrenaturales, pero sin más fundamento que el de la habilidad técnica para facturar objetos, lo que limitaba el valor social de sus autores, cada vez más artesanos que hechiceros o sacerdotes, o artesanos al servicio de estos o de quienes detentasen cualquier otro tipo de poder.

El nuevo horizonte clásico enfatizó el valor intelectual del arte, al considerarlo representación de una idea, la de belleza, con lo que su práctica se alineaba con el resto de los saberes liberales, como la geometría y la retórica, y cómo a estos se le concedía la posibilidad de invención, la facultad creadora por excelencia. No obstante, situándonos ya en el terreno que aquí nos interesa, el del estatus de los artistas, su papel social no dejó de ser ambiguo y polémico, como trataremos de demostrar a través de un par de testimonios clásicos grecolatinos que así lo corroboran. El primero es el que nos proporciona El sueño o La vida de Luciano, una obra escrita por el autor griego Luciano de Samosata durante el siglo ii d.C. Se trata de una especie de relato autobiográfico, un poco a medias entre lo real y lo ficticio, aunque, en cualquier caso, muy ilustrativo para lo que ahora estamos tratando.

Relata Luciano las vicisitudes que le asediaron durante su adolescencia, cuando debía dirimir cuál iba a ser su futuro profesional. Sobrino de un escultor y, al parecer, dotado de cierta inclinación para dibujar, decidió entrar como aprendiz en el taller de su tío, el cual, al estropear Luciano la tablilla que debía labrar, le injurió y golpeó, provocando su desaliento y huida. Esa misma noche, aún compungido por el fracaso y castigo, Luciano tiene un sueño en el que se le aparecen dos mujeres, una de las cuales tiene el porte rudo, las manos callosas, viste descuidadamente y habla con dificultad; la otra, por el contrario, es hermosa y se expresa y se

comporta elegantemente: la primera se le presenta como la Escultura; la segunda, como la Retórica. Y, entre ellas, establecen un debate, cuyo objeto es inclinar la voluntad del joven escarmentado por una de las dos profesiones que respectivamente representan. La Escultura se dirige a Luciano y le dice lo siguiente:

[…] Si quieres apartarte de las necedades y vaciedades de esta –señalando a la Retórica– y seguirme y unirte a mí, gozarás en primer término de una buena alimentación y tendrás fuertes hombros, desconocerás toda clase de envidia, no irás jamás a tierras extrañas, abandonando a tu patria y a los tuyos, y no deberás tu fama a simples palabras. Y no te cause desagrado mi desaliñado aspecto y mi sucio atuendo, porque, con un comienzo igual, el célebre Fidias hizo la estatua de Zeus, Policleto la de Hera, Mirón fue alabado y Praxiteles admirado y todos ellos son ahora adorados como las estatuas de sus dioses.

Al terminar la Escultura su parlamento, la Retórica replica:

[...] Las ventajas que habrá de reportarte ser escultor, esta, la Escultura, acaba de enumerarlas. No serás más que un obrero que realice trabajos manuales, cifrando en esta labor toda la esperanza de tu sustento. Serás un desconocido que generará un mezquino e innoble salario, un ser de espíritu apocado, de escaso porvenir, incapaz de defender a sus amigos y de infundir temor a sus enemigos y de gozarse de la admiración de sus conciudadanos. En suma, un simple obrero, uno del montón, inclinado siempre ante el poderoso y supeditado al hábil orador, llevando una vida de liebre y siempre a merced del más fuerte. Siempre considerado un artesano, un obrero, un hombre que vive del trabajo de sus manos. Vístete de sucia túnica y toma el aspecto de un esclavo. Sostén en tus manos la palanca, el cincel, el martillo y el buril, arrastrándote por el suelo, humillándote en todos los aspectos, sin concebir un solo pensamiento digno de ser libre y noble.

Desde luego, no puede estar mejor planteado el conflicto entre ser un artista y lo que hoy llamaríamos un escritor, un intelectual, un periodista o un político, pero, por encima de todo, el conflicto entre un saber manual y mecánico frente a otro espiritual e inventivo. Con las debidas contextualizaciones, no podemos afirmar que este conflicto no nos siga concerniendo hoy, aunque siempre subsista la diferencia abismal entre una sociedad esclavista y otra democrática”.

'Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música'. Javier Gomá Lanzón (Dir.). Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores. Barcelona 2012

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