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La ciencia toma la ficción y... viceversa

La ciencia es conocimiento de la naturaleza, de los fenómenos que se producen en ella y de las leyes que los regulan. Pero para que exista ese conocimiento deben existir seres de carne y hueso que lo produzcan. Y las vidas, relaciones y circunstancias de todo tipo de esas personas constituyen un microcosmos en el que no falta ninguna de las pulsiones sobre las que se construyen y alimentan las obras literarias. Como temática posible, para el universo de la ciencia vale perfectamente aquella caracterización que realizó Aldous Huxley en uno de sus escritos (Literatura y ciencia; 1963): “El mundo al que se refiere la literatura es el mundo en el que los hombres son engendrados, en el que viven y en el que, al fin, mueren; el mundo en el que aman y odian, en el que triunfan o se les humilla, en el que se desesperan o dan vuelos a sus esperanzas; el mundo de las penas y las alegrías, de la locura y el sentido común, de la estupidez, la hipocresía y la sabiduría; el mundo de toda suerte de presión social y de pulsión individual, de la discordia entre la pasión y la razón, del instinto y de las convenciones, del lenguaje común y de los sentimientos y sensaciones para los que no tenemos palabras”. Y ello, aunque también sea cierto lo que añadía a continuación. “Por el contrario, el químico, el físico, el fisiólogo son habitantes de un mundo radicalmente diferente: el de las regularidades cuantificadas”.

Para el historiador de la ciencia, conocedor de las miles de historias que inundan el objeto de sus estudios; historias salpicadas o impregnadas hasta la médula de todo eso de lo que hablaba Huxley (drama, generosidad, ambición, estupidez, sabiduría, racionalidad, prejuicios…), puede resultar sorprendente observar que hasta no hace mucho la ciencia fue protagonista pocas veces en la creación literaria, y que cuando lo fue se trató mayoritariamente de obras de ciencia ficción (como las de Verne o Wells) o de otras en las que el científico aparece como el prototipo de individuo muy alejado del común de los mortales, como el Frankestein o el moderno Prometeo (1818) de Mary Shelley.

Pero los tiempos están cambiando. Ya hay hasta científicos que se atreven con la literatura, un hecho prácticamente insólito en otras épocas. Ejemplos notables en este sentido son el astrofísico Alan Lightman, la primera persona en conseguir un puesto conjunto en ciencias y humanidades en el Massachusetts Institute of Technology, autor del éxito de ventas Sueños de Einstein (1993), los químicos Carl Djerassi, más conocido por haber desarrollado la píldora anticonceptiva, y Roald Hoffmann, premio Nobel de Química en 1981 (y también poeta), autores de una obra de teatro, Oxígeno, o, entre nosotros, el biólogo molecular Francisco García Olmedo con Notas a Fritz (2004). Y no olvidemos a dos distinguidos astrofísicos ya desaparecidos: Carl Sagan, con su novela Contacto (1985), y, antes Fred Hoyle, que produjo novelas de ciencia ficción tan magníficas como La nube negra (1957).

Atractivas y meritorias como son obras del tipo de las anteriores, su calidad literaria es, en mi opinión, menor que las de escritores profesionales que se han adentrado en los terrenos de la ciencia. Aunque cada vez son más, me limitaré a citar a dos novelistas: Jorge Volpi, con su En busca de Klingsor y, sobre todo, No será la Tierra, y el prematuramente desaparecido Harry Thompson (1960-2005), autor de Hacia los confines del mundo, en la que uno siente vibrar el alma de Darwin y los que le rodearon en su viaje alrededor del mundo en el Beagle.

El campo de la ciencia en la literatura está abierto, y crecerá más porque cada vez es más patente e intensa la influencia de la ciencia y la tecnología en nuestras vidas. Y, no lo olvidemos, escribimos sobre lo que nos rodea y afecta más. ¿Qué puede aportar la historia de la ciencia, y los historiadores que se dedican a ella, a esa literatura? Hace menos de un mes, al tomar posesión de la presidencia de la Sociedad de Historia de la Ciencia estadounidense, Lynn Nyhart, especialista en historia de la biología, publicaba un artículo en el que abordaba cuestiones relacionadas con este asunto. “Somos los expertos, los que comprendemos mejor y nos preocupa más todo aquello que rodea a la producción de conocimiento científico”, decía. “Hemos estudiado cómo la ciencia se entrelaza con el nacionalismo, el culto al héroe, hemos teorizado acerca de las ambigüedades morales de la ciencia en una cultura saturada de mensajes sociales y económicos contradictorios. Conocemos la materia. Pero no nos pertenece”. Efectivamente, no nos pertenece. Ni deberíamos desear que nos perteneciese; debería ser un patrimonio social compartido. Lo que sí podemos es intentar aprender a escribir como lo hacen esos novelistas o dramaturgos que parecen haberse apropiado de nuestros trabajos.

Ya existen algunos historiadores de la ciencia que han mostrado las posibilidades de la profesión. Ken Alder, con La medida de todas las cosas (2002), es uno de ellos. Se trata de un libro ejemplar que al mismo tiempo que desarrolla una trama novelesca, nos enseña historia de la ciencia: la ejecución de uno de los más ambiciosos y nobles proyectos asumidos por la Revolución Francesa: medir, mediante triangulaciones, el arco de meridiano terrestre comprendido entre Dunquerque y Barcelona, para así poder establecer una nueva medida de longitud universal, el metro. Y otros, que han estudiado bien esa historia, han hecho buen uso de ella: el caso de Dava Sobel y su Longitud (1995), que fue un éxito mundial de ventas.

También, como señaló Nyhart, podríamos animar a nuestros estudiantes de historia de la ciencia a convertirse en, por ejemplo, novelistas, dramaturgos o guionistas de cine. Constituiría un buen servicio a la sociedad. Hay una lección que parece no hemos aprendido demasiado bien, especialmente en nuestro país: no todos aquellos que realizan una tesis doctoral en disciplinas del tipo de, digamos, la física teórica, la biología molecular, la filosofía moral, la historia medieval, la filología o la historia de la ciencia tienen por qué dedicarse a investigar en ella. De hecho, es imposible que todos lo consigan. Pero sí que pueden intentar aplicar sus habilidades en otros campos, aunque parezca que la relación es remota. Puede que no lo sea, o que lo que es remoto lo conviertan en cercano. El mundo, recordemos, no conoce fronteras, es interdisciplinar. Las fronteras las ponemos nosotros.

José Manuel Sánchez Ron es catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.

El País

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