Nacido en Londres en 1925 en el seno de una familia de emigrantes rusos judíos, con 22 años Peter Brook dirigía la Royal Shakespeare Company. Cuando El espacio vacío salió a la cale su autor ya era un reconocido director embarcado en recuperar la pureza de los orígenes teatrales. Tres años después, en 1971, Brook funda en París el Centro Internacional para la Investigación Teatral, y poco después, en 1973 convierte un viejo teatro quemado del norte de la ciudad, Les Bouffes du Nord, en sede de sus trabajos. En una entrevista de aquellos años, Brook explicaba el fondo de su gesta: “La dificultad real y absoluta es como ser, a la vez, totalmente humano y totalmente anónimo. Porque lo anónimo no tiene el color de la humano, y todo lo humano aplasta la pureza de lo anónimo. La única cosa positiva frente a esta dificultad, que, durante un momento, parece reunirnos, es que eso que llamamos teatro es un campo de experiencia donde este enigma puede ser confrontado”.
Según Ordóñez, El espacio vacío es “uno de los más claros, sabios, y más influyentes libros de teatro que jamás se hayan escrito” pero “un incomprensible equívoco” persigue a este libro desde su nacimientos.“Pese a tratarse de una obra tan clara y profunda como entretenida, mucha gente todavía cree, a tenor de su título, que es un texto sobre esencialismos escenográficos o, peor todavía, un tratado abstruso y teórico sobre teatro experimental según el signo de los tiempos: el caótico pero vivísimo de la década de los 60”, añade.
Dividido en cuatro apartados (Teatro Mortal, Teatro Sagrado, Teatro Tosco y Teatro Inmediato), Brook nos acerca a Chejov, Beckett, Grotowski, Merce Cunningham o Shakespeare en un “cóctel” cuyas notas dominantes son “la pasión, la ausencia absoluta de pedantería, el cuestionamiento de toda idea recibida, un suave pero efectivísimo sentido del humor, y una sensatez a prueba de ismos en una época que brotaba uno cada semana”.
Brook, que lucha contra un teatro amortajado y defiende el teatro capaz de ser verdad sobre un escenario o en un granero, cree en la infinita capacidad regenerado del género, en su permanente movimiento, algo que le hace afirmar en la recta final de su libro: “Al tiempo que se lee este libro va quedando atrasado. Para mí es un ejercicio, ahora congelado en las páginas. Pero a diferencia de un libro, el teatro tiene una especial característica: siempre es posible comenzar de nuevo. En la vida eso es un mito: en nada podemos volver atrás. Las hojas nuevas no brotan de nuevo, los relojes no retroceden, nunca tenemos una segunda oportunidad. En el teatro, la pizarra se borra constantemente”.
El País
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