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El silencio de Dios

Runciman, en su Historia de las Cruzadas, da noticia de esta asombrosa peregrinación infantil, ocurrida en el verano de 1212, y cuyo destino último fue la esclavitud y el martirio, cuando no la muerte en los caminos o el naufragio en aguas de Cerdeña. Antes, en 1096, Pedro el Ermitaño había reunido en Colonia un fatigado ejército de campesinos que acabará sus días, tras saquear Belgrado y vadear Constantinopla, en las ardientes arenas de Nicea. Sobre ese ejemplo de Cruzada popular, auspiciada por señales celestes, un pastor del Orlanesado y un muchacho de Renania acaudillaron las muchedumbres infantiles que protagonizan este soberbio libro de Marcel Schwob, publicado en 1896.

Esteban, niño de doce años, había predicado a las puertas de Saint Denis las necesidad de su Cruzada, pronosticando que se abriría el mar a su paso, como en el relato bíblico; Nicolás, ante el sepulcro de los Reyes Magos de Colonia, había vaticinado similares lances y prodigios. Fueron más de 30.000 los infantes que se unieron, en Francia y Renania, a esta doble marcha que pretendía la conversión incruenta de Palestina. Los alemanes, ante la impasibilidad de las aguas, hubieron de volverse a sus casas, desde Génova y Brindisi, pereciendo en gran número por la extenuación y el sofoco. Los franceses, partiendo de Vendôme, embarcaron en Marsella hacia un destino aciago. El acierto de Schwob no es éste de atenerse rigurosamente a los hechos, como así ocurre; sino el de prestarle su voz, una voz sumida en el temor y el asombro, en la seguridad del milagro, a los personajes de aquel vasto drama. El relato del Papa Inocencio, junto con los del goliardo y el leproso, son quizá los mejores de este cruce de monólogos. Las ilustraciones de Deragnès y la traducción de Luis Alberto de Cuenca (reciente Premio Nacional de Traducción por su Cantar de Valtario) son el feliz corolario a esta extraña y fascinante obra.

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