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Una forma atenta de leer

Clásicos son esos libros que siempre acaban pidiendo una traducción nueva. Estoy parafraseando a Italo Calvino y su definición de los clásicos, esas obras especiales que nunca acabamos de releer. Se releen por definición y se retraducen por definición, pues traducir también es una forma especialmente atenta de leer. “Un clásico”, decía Calvino, “es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.

Así que nunca terminamos de traducirlo definitivamente. Y además las traducciones se renuevan por razones históricas y lingüísticas: cambia la relación entre culturas y entre lenguas, cambian los valores, cambia la estimación de los escritores y de las obras, cambia la lengua y la mentalidad, cambia el concepto mismo de traducción, las maneras de traducir, lo que se entiende por una buena traducción, la doble figura de la traición y la fidelidad. Cada época tiene su modo de traducir. Cambian los modos de leer a los clásicos, y la noción de obra literaria.

Las palabras amarillean, envejecen, se vuelven incomprensibles con la edad, y hay palabras que rejuvenecen de improviso y piden que las repitamos con palabras frescas. Obras que fueron consideradas feas se embellecen, y las bellas de otro tiempo resultan a la larga insoportables. Y, en determinado momento, también ayuda a relanzar una obra estimable la circunstancia puramente temporal y mercantil de que con el paso de los años ya no haya que pagar derechos de autor. Pero la explicación esencial de por qué hay que traducir sin fin a los clásicos es porque cada época tiene sus afinidades e incompatibilidades, su lengua y su canon literario. Traducir es celebrar, iluminar una obra literaria, renovar su condición de clásica.

Y hay otra cosa. Cuando traduzco, pienso en aquello que decía Martín Lutero, consciente de la paradoja de que la mejor traducción posible es siempre mejorable: a nadie le está prohibido hacer una traducción mejor que la mía. Lutero escribió su Carta sobre el arte de traducir en 1530, confinado en la Fortaleza de Coburgo, en el momento en que sus teólogos y los católicos de Carlos V negociaban la paz imposible. Recordemos que para atizar la guerra bastaba un insignificante problema de traducción, a propósito del pasaje de una epístola de san Pablo. No hubo paz. Una traducción puede ayudar a desencadenar una guerra de dimensiones continentales, sobre todo si se traduce una obra literaria fundadora de imperios y mitos. Cuanto más clásica es una obra más arriesgado parece traducirla, sobre todo si ya hay una traducción indiscutible, aunque la condición de indiscutible, referida a la traducción, siempre sea provisional, sujeta indefinidamente a la sentencia del tiempo.

Creo que, al dar por concluida una traducción, todo traductor repetiría las palabras de Lutero: a nadie le está prohibido hacer una traducción más perfecta. La traducción es un proceso sin fin. Las obras literarias están fechadas y cerradas (salvo excepciones o falsificaciones, toda posibilidad de cambio acaba con la muerte o desaparición del autor). Las traducciones están fechadas, pero abiertas, pues toda traducción es mejorable. Es como si la traducción no tuviera un autor, sino autores, una comunidad que crece según las distintas etapas o estadios de la lengua, según la época. La infinita renovación de las traducciones es una huella de la aspiración a una verdad definitiva, es decir, inalcanzable. Una ética de la traducción podría derivarse de ese factor de provisionalidad, o de no perdurabilidad de la traducción, tan próxima en eso a los mortales. Toda traducción es insuficiente; su insuficiencia consiste en estar perpetuamente inacabada, siempre más o menos decepcionante, por lo menos en algún punto, exactamente como cualquier ser humano.

El País

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