Brizuela ha escrito novelas, relatos y libros sobre el arte de la escritura y libros de poemas, además de dirigir talleres literarios. Inglaterra. Una fábula (1999), la citada Lisboa. Un melodrama (Alianza, 2011), la nouvelle El placer de la cautiva (2001) y el libro de cuentos Los que llegamos más lejos (2010), entre otros. Su labor como profesor de escritura subraya el papel preponderante que juega en sus libros el cuidado de la frase. No se trata de cultivar la belleza tímbrica de las palabras, se trata de que éstas presten su significado a esa búsqueda incesante de lo ocurrido. La responsabilidad que carga Brizuela sobre su oficio lo acerca a una especie de investigador de verdades escondidas. De ahí su admiración por autores como Pablo De Santis o Marcelo Birmajer. La novela es el puente entre lo que se nos ha dicho y lo que se nos ha escondido. Entre una circunstancia y otra, ambas igualmente dolorosas, hay casi un insalvable silencio que la novela debe corregir o llenar. Esa es la tarea ética y estética que se ha propuesto Leopoldo Brizuela llevar a cabo. No es menor el papel de la imaginación en sus libros. No hay más que leer sus novelas Inglaterra. Una fábula y Lisboa. Un melodrama, para comprender el alcance de la imaginación cuando su objetivo es sustantivamente poner en contacto directo la oscura historia de los hombres con la ficción. Fábulas, melodramas, impecables masas sonoras disimuladas detrás de tramas complejas, cadencias de fados y tangos, juegos de elipsis, tiempos y espacios condensados en unas pocas horas, como esa encendida noche lisboeta en los ojos del cónsul Eduardo Cantilo y tantos otros personajes de su última novela, intentando desentrañar un secreto esencial. Los mecanismos más genuinos (y más genuinamente decimonónicos) de la narratividad más pura en la obra de Leopoldo Brizuela, están empleados nada más que para entender lo que tiene de ininteligible la historia que nos relataron.
El País
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