Mohamed tiene, en la obra de Ben Jelloun, algo de universal, de alegórico; su apellido confirma, quizás un tanto estrepitosamente, su calidad de eterno exiliado. "El exilio", Ben Jelloun escribió en uno de sus anteriores libros, "es revelador de la complejidad del infortunio". Mohamed Limmigri, el inmigrante constante, el náufrago de la historia, encarna plenamente esta dolorosa complejidad. Musulmán fiel a las enseñanzas de su religión, opuesto a los excesos del radicalismo, Mohamed vive en una sociedad de racismo embozado, de muchedumbres que él teme y que lo ignoran. Hombre de pocos amigos, obrero que se pliega a las huelgas pero que no marcha en las manifestaciones, padre cuyos hijos se han alejado de él y de las enseñanzas islámicas, Mohamed es un solitario perdido en los vaivenes de nuestro tiempo. Su único compañero es un Corán, traído con él desde su aldea. "Lo envolvía en un paño blanco, un trocito del sudario con el que había enterrado a su padre. Ese libro era todo para él: su cultura, su identidad, su pasaporte, su orgullo, su secreto. Lo abría con delicadeza, lo estrechaba contra su corazón, se lo llevaba a los labios y lo besaba con pudor. Decía que todo estaba allí: los que saben leerlo hallan en él la filosofía del mundo, la explicación del universo". Pero Mohamed no sabe leerlo y el universo permanecerá cerrado para él. Ansioso de cumplir con sus deberes religiosos, Mohamed sueña con un peregrinaje en el que él será el único peregrino, como sueña con un mundo mejor en el que él podrá gozar de infinita y constante paz. De una manera terrible y cruel, su deseo se realizará.
El día tan temido de la jubilación, "el enemigo invisible", según Mohamed, "el enemigo turbio", por supuesto, llega, y Mohamed se ve obligado a partir. Ya en su aldea, consciente de que el destino le ha impuesto este regreso, Mohamed transformará este cambio en algo suyo, hará de esta imposición la realización de un viejo sueño. En un terreno cercano a la aldea, Mohamed construye la casa de sus sueños donde podrán venir a vivir sus hijos, donde todos serán felices. Acabada la casa, prepara una fiesta, invita a sus hijos y espera.
La literatura nos ha enseñado a descreer de felicidades anunciadas y el lector de El retorno sospecha que otros sufrimientos lo esperan. Los hijos nunca llegan, nadie viene a verlo, los días pasan en absoluta soledad. En este lugar del mundo, dice Mohamed, "no sucede nada, absolutamente nada". Lentamente, Mohamed se hace uno con la tierra que alguna vez dejó, se vuelve, como la tierra misma, polvo y silencio. Después, en la memoria de la gente, Mohamed "el inmigrante" adquirirá una estatura mística, sorprendente pero no inesperada. Como Bartleby, como Penélope, como Vladimir y Estragon, como tantos otros mansos rebeldes, Mohamed forma parte ahora de la hermandad de esperanzados resistentes.
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