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Comunicación de la incomunicación

Al Tratado de la lejanía de Antonio Prete (Prete-xtos, mira por dónde) y al comentario de Francisco Calvo en un Babelia de agosto debo esta reflexión sobre el arte y el amor. El amor al arte y el arte de amar.

Francisco Calvo recordaba en su Extravíos que a la pintura de paisajes se la llamaba al principio "pintura de lejos". Y Preto aproximaba "lontananza" y "remembraza" como dos términos que aluden a hacer presente lo alejado. Esos textos nacieron hace meses, pero ¿qué mayor pretexto para hablar de los extravíos que referirse a lo que nació y fatalmente regresa?

En el arte, la distancia es capital. Todo pintor concibe y culmina su cuadro observándolo a la debida distancia. Efectivamente se puede pintar pegado al lienzo o en plena estrechez como Van Gogh, pero lo cabal -listo para la crítica- es aquello que, configurado a unos pasos del autor, adquiere entidad y presencia propias. Toda obra de arte necesita este aislamiento higiénico tanto para lucir y ser un limpio desafío. La distancia es eminente, capital, crucial, valiente.

Nada en este mundo vale nada sin el espacio que crea como valor de cambio. De hecho, no existimos sino emancipándonos, primero del cordón maternal y, continuadamente, de los elementos, humanos o no, que tiende a afiliarnos sin cesar. El subordinado, en general, es aquel que ahoga su excelencia en la sumisión, en el seno de la misión de otro.

La intimidad parece la forma más neta de la condición diferencial en tanto significa que se veta a todos los otros. Todos los otros que al separarse nos reconocen diferentes y al amontonarse nos anonadarían.

Y así, tanto en la creación artística como en el amor, la distancia nos apuntala e ilumina. Las parejas se anulan y apagan mutuamente en la unión extrema (en la extremaunción). La predicación católica que trata de hacer dos en la misma carne y dos en la misma sangre tiende a abolir el deseo recíproco, carnal o no.

La distancia es el deseo y, viceversa, el deseo es la distancia. No su consecuencia, tan solo, sino además su esencia. ¿Parejas que comen, pasean, van al cine y, a continuación, se lavan los dientes juntas, se desnudan juntas y duermen en el mismo lecho? Poco a poco el deseo tiende a escapar, falto del lugar donde expandirse.

Es decir, igual que el pintor que no se separa del cuadro para contemplarlo, juzgarlo y enmendarlo, para conocerlo y enajenarse de él, el amor sometido a la asidua cercanía aplasta y, finalmente, deriva en una lámina transparente en la que ya no es posible ninguna inscripción.

¿Inscripción? Una inscripción del mí en la fantasía del otro y fantasía del otro que no halla donde plasmar su recreación. Nada vale, en fin, menos que aquello que nos pertenece demasiado. Nada comunica peor que aquello que se halla confundido con el yo. Por el contrario, de la incomunicación brota el enigma que a menudo protege la vigencia del amor.

Todo amor cuerpo a cuerpo mata como un duelo a espada. Lo indispensable para sentir vida y pasión es, justamente, el intervalo que preserva del franco cara a cara, entre el tú y el yo.

¿Parejas en crisis como consecuencia de su vida en habitaciones o viviendas separadas? Este paisaje de la distancia del otro es en la pintura lo que ya los preimpresionistas advirtieron como lo mejor que les podía pasar, tanto en el arte como en el amor. No ver del todo, no reproducir fielmente tanto en el lienzo como en el lecho fue el acontecimiento de la modernidad. El objeto y el sujeto se aman en la dialéctica de conocerse y de dejar de hacerlo. En la ambivalencia de entenderse y de no entenderse. En la holgura en fin entre la comunicación y la incomunicación. Ambas juntas y bivalentes, ambas vivas a la manera en que en los latidos del corazón se expresan en su saludable vaivén del sí y el no.

Vía: El País

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