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La fibra narrativa de los textos totales

La nueva novela del escritor catalán Jaume Cabré (1947), Yo confieso, tiene la fibra narrativa de los textos totales. En dicho empeño estriba su itinerario circular, una trama amasada con el mal que arrastra el hombre en su historia. Distintas épocas, distintos consorcios de maldad, desde la Inquisición al franquismo, pasando por los campos de exterminio alemanes. Habría que remontarse hasta su libro de relatos (Viaje de invierno, 2000), conjunto de piezas ambientados en diferentes épocas, para encontrar una especie de matriz inicial a la novela que ahora reseño. Yo confieso es un viaje por los últimos cinco siglos de la historia de Europa. Y una novela cruzada de multitud de relatos de la infamia. Ahora bien, una cosa es el calado moral de la novela y otra su estructura: su inteligente combinación de soluciones retóricas. Sus tonos y sus registros en todos sus matices. Su sentido de la ironía en los diálogos, su distanciamiento casi metaliterario. Los imprevisibles cambios de punto de vista. Precisamente en el prólogo de Viaje de invierno (título que alude al ciclo de canciones del poeta alemán Wilhelm Müller y al que Schubert puso música), hay una frase del mismo autor que dice: "Todo en la vida tiene relación". La multitud de ramificaciones que es Yo confieso convierte lo disperso en una poderosa unidad narrativa. El caos de la historia en busca de un orden novelístico. De ahí también su unidad ética, su melancólica unidad ética. De alguna manera Cabré ata cabos, acota el misterio de la maldad humana mediante paradigmas distantes en el tiempo y el espacio de la atrocidad organizada. La maquinaria de destrozar ilusiones y vidas que asoló Europa.

Yo confieso tiene cincuenta y nueve capítulos. Su tiempo histórico abarca el último medio milenio de Occidente. Hay dos excusas retóricas para que la novela se ponga en marcha: un violín (un homenaje, tal vez, a El violín de Auschwitz, de la ya fallecida escritora y helenista Maria Àngels Anglada) alrededor del cual se organiza la trama y una larga confesión que no solicita perdón. Hay un protagonista que se llama Adrià (como el personaje de Thomas Mann en El doctor Faustus) Ardèvol. Adrià nació en el Ensanche de Barcelona alrededor de los años cuarenta. Adrià es un sabio cuyos ensayos admira Isaiah Berlin. Y está Sara, la muchacha de familia judía a quien va dirigida la historia: metáfora del amor absoluto en medio del recuerdo de la barbarie. Adrià es una especie de detective del mal. Comienza a tener noticias de él, a través de su padre. En la figura del progenitor están dibujadas algunas de las terribles manchas morales que arrastra Europa. Por ello la naturaleza calidoscópica de la voz que narra: una voz en primera persona que en el mismo párrafo se convierte en omnisciente. Un personaje del siglo de la Reforma española que en la misma línea deviene un jerarca nazi. Esa manera de narrar confiere al relato una dimensión cubista. Un mismo objeto, el mal, visto en todas sus posibles e imposibles representaciones. Adrià Ardèvol es un humanista. Por eso escribió su tesis doctoral sobre Giambattista Vico. El pensador napolitano (Joyce aplicó su filosofía en Finnegans Wake) que siempre creyó en la historia, en contra del pensamiento cartesiano, porque es el hombre el que la construye. Adrià toma prestado del Hans Castorp de La montaña mágica su afán infinito de conocimiento. Leí con entusiasmo Yo confieso, una novela donde el amor por la música, por la filosofía y por la verdad corre parejo con el amor por la gran literatura. Decía su editor, hace unos días, que Cabré es el erizo (aludiendo a la famosa clasificación que hacía Berlin inspirada en Arquíloco, según la cual la zorra sabe muchas cosas pero el erizo sabe una importante). Yo creo que Jaume Cabré en esta deslumbrante novela sabe muchas cosas y también la importante.

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