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Azares del oficio

Dentro de unos meses hará 30 años que publiqué por primera vez algo en un periódico. Dos años más tarde, a finales de 1984, apareció mi primer libro. Creo que voy teniendo ya una cierta perspectiva para reflexionar sobre lo que se llama el éxito y lo que se llama el fracaso, sobre la fama casi siempre dudosa que puede deparar la literatura y sobre la oscuridad en la que muchas veces queda postergada o perdida, incluso sobre el grado de justicia o de injusticia con que se valora a un escritor. Treinta años, o casi, dan para mucho. En 1982, cuando yo empecé a colaborar en un periódico recién fundado que duró muy poco tiempo, Diario de Granada, en las redacciones había un ruido frenético de máquinas de escribir y una neblina permanente de humo de tabaco. Las dos cosas parecían naturales. Las dos desaparecieron al cabo de no mucho tiempo, primero las máquinas, después el humo. Los artículos los escribía uno a máquina en su casa y los llevaba en mano al periódico. Dictar por teléfono era costumbre de enviados especiales en el extranjero. A los colaboradores de periódicos de provincias una de las muchas cosas que nos producían admiración de Francisco Umbral era que mencionaba como de pasada en sus crónicas que un motorista iba a su casa cada tarde para recogerlas.
Las mías yo las llevaba a pie o en autobús. Y aunque retrospectivamente parece que aquel era un comienzo inevitable yo no me olvido nunca de lo que tuvo de casual. Fue una casualidad que fundaran en Granada aquel periódico nuevo, y que yo conociera al redactor jefe, Antonio Ramos Espejo. Yo tenía 26 años y llevaba escribiendo desde antes de la adolescencia, pero nunca me habían publicado nada, ni me habían premiado ni seleccionado en ninguno de los concursos de cuentos a los que me presentaba. Me armé de valor una tarde y fui al periódico. Antonio Ramos me recibió con la amabilidad distraída de quien tiene demasiadas cosas a las que prestar atención y cuando le ofrecí llevarle algo me dijo, con una simplicidad desconcertante:

-Venga. Escríbeme una columna todas las semanas.

Que se diera por supuesto que esas colaboraciones no se cobraban me pareció lo más natural. Diario de Granada fue un periódico pobre que no duró mucho tiempo y en el que había a veces cantidades prodigiosas de erratas, pero sin esa oportunidad que tuve de escribir en él no sé cuál habría sido mi futuro de posible escritor. Los profesores, los mismos escritores, presentan la vocación como una fuerza solitaria que se alimenta de sí misma y que de antemano tiene trazada una dirección. Esa no es mi experiencia. Yo no sé cuánto tiempo más habría resistido mi vocación sin el estímulo de ver impreso lo que escribía; sin el eco inmediato de algunos lectores; sin la disciplina que se aprende escribiendo con una extensión predeterminada y con una fecha y una hora de entrega; sin la bendición de que al publicar uno se aligera de lo ya escrito y puede volcarse hacia lo ni siquiera intuido todavía.

Yo recortaba mis artículos del periódico y los guardaba en una carpeta con gomas: reliquias del pasado, del siglo pasado. Me asombraba y me halagaba una modesta notoriedad local, y eso me animaba a escribir más, a tantear de nuevo la posibilidad de una novela empezada y abandonada años atrás. Trabajaba de ocho a tres en una oficina y por las tardes escribía. Dos amigos que sacaban adelante una pequeña editorial de poesía, Silene, me propusieron que hiciera un libro con los artículos de aquella serie ya concluida en el Diario de Granada. La vocación no sucede en el vacío, y el poco o mucho talento que cada uno tenga no es nada sin ciertos azares decisivos, detrás de la mayor parte de los cuales hay al menos un acto de generosidad. Los poetas José Gutiérrez y Rafael Juárez me animaron a reunir ese libro de artículos, con una convicción que a mí me faltaba. El pintor Juan Vida me diseñó gratis la portada y me asesoró en el mundo recóndito de las imprentas locales. A mí me parecía una secreta indignidad publicar un libro pagándome yo mismo la edición, pero los dueños de la imprenta eran también amigos, y hasta un conocido se ofreció a llevar los ejemplares de cinco en cinco por las librerías y las papelerías de Granada. En el mundo exterior no había ni que pensar. Luis García Montero, Mariano Maresca, escribieron reseñas en periódicos de la ciudad. Entre unos y otros me daban direcciones de escritores o críticos a los que sería conveniente que les mandara ejemplares dedicados.

Tener un libro con mi nombre en la primera página era algo y no era nada. Verlo en el escaparate de la librería de un amigo; o en un anaquel de una papelería en la que los cinco ejemplares dejados por mi distribuidor permanecían intactos cada vez que yo entraba a comprar unos folios o simplemente a mirar de soslayo a ver si faltaba algún ejemplar. Vivía en la congoja de invisibilidad del aspirante a escritor confinado en su provincia. La frase de Pascal sobre la amplitud de los mundos que ignoran la existencia de uno me la aplicaba a mí mismo y a mi libro, que al menos llevaba el sello de la editorial Silene, ahorrándome así la habitual ignominia, edición del autor.

En cada momento lo que me sucedió podía no haberme sucedido. Pere Gimferrer podía no haber ido a Granada a dar una conferencia unos meses después. Mi amigo Mariano Maresca podía no haberle regalado mi libro. Y a casi nadie más que a Gimferrer se le ocurre leer un libro que le han dado después de una conferencia, en ese paréntesis fatigoso entre la charla y tal vez la cena posterior con los anfitriones y el regreso a la habitación del hotel, de donde uno se marchará con pocos recuerdos y casi siempre con alivio a la mañana siguiente. No hay muchos editores que tengan una verdadera vocación de descubrir. No los hay ahora y no los había entonces. Yo tuve la suerte de que mi novela recién terminada la leyeran Pere Gimferrer y Mario Lacruz; y también de que en aquellos años estuviera surgiendo un público lector que era tan nuevo como nosotros, los escritores de novelas, como la democracia recién inventada, excitante y convulsa en la que unos y otros nos encontrábamos y de una manera inesperada e instintiva nos reconocíamos.

Otros con iguales o mayores méritos no habrán sido tan afortunados. En la generación joven de ahora mismo habrá quien tenga más talento y brille menos que algunos de sus coetáneos. Todo depende tanto del azar, de la moda. En cada generación hay unos cuantos astutos que atisban mejor que nadie la dirección del viento y saben cómo y dónde colocarse, pero no sé si a la larga eso sirve de mucho. Tampoco estoy seguro de que al final el tiempo ponga a cada uno en su sitio. Escribir con entrega a lo que se hace y confianza en los desconocidos es la única seguridad razonable en este oficio incierto.

El Robinson urbano. Antonio Muñoz Molina. Silene, 1984. Seix Barral, 2009. Prólogo de Pere Gimferrer. antoniomuñozmolina.es

El País

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