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Autopsia del desarraigo

Tahar ben Jelloun narra en su novela El retorno la historia del inmigrante magrebí “tratado como un perro” en su tierra de origen y “como un asno” en la de acogida. Pero el premio Goncourt marroquí también manifiesta su esperanza en ese combate por la recuperación de la dignidad de los árabes que son las revueltas en el norte de África.

EMIGRADO DESDE una polvorienta aldea bereber del sur de Marruecos, Mohamed lleva cuarenta años trabajando en Francia, en una fábrica de automóviles. Siempre ha vivido en el mismo suburbio parisiense y allí han nacido y crecido sus cinco hijos. Ahora le ha llegado la hora de la jubilación y no sabe qué hacer con lo que pueda quedarle de vida. Así que decide regresar a su aldea natal y construir allí una gran mansión para toda su familia. Pero sus hijos no le siguen en este viaje al sur primigenio, el torbellino de Francia se los ha tragado.

Esta es la historia de El retorno (Alianza), el último libro de Tahar ben Jelloun. Nacido en Fez en 1944 e instalado en París desde muy joven, autor en lengua francesa y premio Goncourt en 1987, de pálido rostro lunar, Ben Jelloun está hoy ligeramente acatarrado, carraspea y tose con frecuencia. Faltan solo dos días para el comienzo oficial del otoño y aunque la luz del sol entra por las ventanas del salón de su apartamento en la Rue Broca, en París hace más bien fresquete y la gente camina ya por las calles con cazadoras de cuero.

PREGUNTA. La de

El retorno,

Tahar, es una historia triste, muy triste, ¿no le parece? RESPUESTA. Es una historia triste, por supuesto. Le pasa a un marroquí, pero, tiempo atrás, podría haberle pasado a un español, un portugués o un italiano, y hoy podría pasarle a un peruano o un chino. Es la historia de alguien que ha dedicado toda su vida al trabajo, un trabajo que, de alguna manera, le protegía, le daba cierta seguridad interior. Y de un día para otro, ya no hay trabajo, ya no hay seguridad, se queda desnudo, sin saber qué hacer con su jubilación. Es patético pero es verdadero. He conocido a gente así, gente de una tristeza desesperada. Para los trabajadores nacidos en este país, para los franceses, la jubilación puede ser una oportunidad para hacer cosas que no podían hacer, como practicar deporte, viajar, desarrollar una afición, pero un inmigrante puede quedarse repentinamente vacío.

P. Cierto,

El retorno

no es solo un libro sobre la jubilación, trata de la jubilación no deseada de un marroquí emigrado a Francia. Mohamed no hacía aquí otra cosa que trabajar, vivía en este país como en una burbuja. Y lo más horrible es que cuando vuelve a Marruecos descubre que ha perdido a sus hijos

R. Sí, Mohamed, que ha sido muy cuerdo en Francia, se vuelve loco al regresar a Marruecos. Construye en su aldea una casa surrealista, inhabitable. Se gasta todo su dinero en esa casa, intentando materializar el sueño de unidad familiar que tenían sus padres y abuelos, un sueño de hace un siglo. Y se va hundiendo en la locura.

P. Es curioso: usted ha escrito de un modo realista las tres cuartas del libro que transcurren en Francia, pero cuando Mohamed vuelve a Marruecos la cosa empieza a ser mágica, cada vez más mágica. Mohamed va a terminar siendo un santo y su casa, un morabito. Y antes han aparecido en la narración los amuletos contra el mal de ojo, los curanderos y los brujos.

R. Es que Francia no es un país que haga soñar. En cambio, sí que hay algo mágico en Marruecos, yo diría que como en la Andalucía de antes. Es la belleza del país y es también la especie de poesía que hay en las relaciones entre la gente. Allí todo es posible.

P. Querría hablar ahora de animales. En

El retorno,

usted escribe que cuando Mohamed está en Francia se comporta como, literalmente, un borrico: laborioso, manso, humilde, rutinario, intentando pasar desapercibido. El propio Mohamed reflexiona así en la novela: "¿Qué podemos hacer? Que se nos vea lo menos posible, somos expertos en no hacernos notar". Y en otro libro suyo publicado hace poco en España,

La primavera árabe

(Alianza), un ensayo sobre las actuales revueltas democráticas en el norte de África y Oriente Próximo, usted dice que los árabes son tratados como perros en sus países por sus propios Gobiernos. El amargo destino del árabe contemporáneo sería, pues, trabajar como un burro en Europa y ser tratado como un perro al sur del Mediterráneo.

R. Algo así. En los países árabes que te llamen perro es el peor de los insultos. En la época de Hassan II, la primera cosa que la Policía le decía a un opositor era: "Acércate, perro". El opositor era un perro o un hijo de perra. Y aquí, en Francia, los inmigrantes magrebíes son considerados como ganado. Para todo: en el trabajo y en la vivienda, en esos suburbios donde uno solo puede sentirse desdichado. Sí, en este lado del Mediterráneo son bestias y en el otro también. Pero, en fin, esa es la condición del pobre. El pobre es el que ha sido desposeído. En el caso de los inmigrantes magrebíes, como antes de los italianos, españoles o portugueses, de lo que se les ha desposeído es del campo, del sitio y de la cultura de donde proceden.

P. Comparto la lectura que hace usted en

La primavera árabe

de las revueltas que han sacudido este año Túnez, Egipto, Libia, Siria y otros países. Son combates por la libertad, los derechos y la democracia, pero sobre todo son combates por la dignidad. Al árabe se le negaba la dignidad en Europa y, lo que es más grave, en su mismísima tierra. Hasta que se puso a reivindicar su humanidad.

R. Así es como yo lo veo y no sé si los europeos se dan cuenta de veras de lo que está pasando. En Siria, por ejemplo, la gente baja desarmada a la calle todos los días para recibir balazos. Sale de su casa sin saber si volverá por la noche. Y sigue saliendo. A manifestarse. Y no por el pan o por el empleo. Se manifiesta por la libertad y la dignidad, para que se respete su integridad física y moral, se le reconozca, como usted dice, su humanidad. Y esto es nuevo. Es la primera vez que en el mundo árabe vemos manifestaciones no contra el exterior, contra el sionismo, contra Occidente, no; las manifestaciones son contra los canallas que nos gobiernan y nos despojan de nuestra condición de seres humanos. Si en Túnez, Egipto o Libia hubiera habido manifestaciones para mejorar los salarios, Ben Ali, Mubarak o Gadafi podrían haber cedido y haberlos subido un diez por ciento. Pero la gente no pedía eso. Pedía mucho más que eso. Llega un momento en que el humillado se niega a seguir viviendo de rodillas, esta es una verdad universal.

P. Vayamos, si le parece, a su país natal, a Marruecos. Usted se ha pronunciado favorablemente sobre el deseo de cambio político del rey Mohamed VI, afirma que ahora se puede respirar allí más libremente y que los emigrantes ya no son desvalijados por los aduaneros cuando regresan a pasar las vacaciones. También se lo hace decir en la novela a Mohamed, quien dice del actual monarca: "Es un buen tipo, lo contrario de su padre".

R. Sí.

P. Pero en

El retorno

también recuerda que allí persisten la pobreza, las desigualdades y la corrupción.

R. Sí.

P. Son cosas que no pueden cambiarse con una mera reforma de la Constitución.

R. No. Y de hecho por eso estoy implicado personalmente en la lucha contra la corrupción en Marruecos. La corrupción lo pudre todo; se puede hacer una nueva Constitución, se pueden celebrar elecciones estupendas que den paso a un nuevo Parlamento, pero mientras persista la corrupción es como si no se hubiera hecho nada. Hay que hacer una Marcha Verde contra la corrupción, hay que cambiar las mentalidades y eso no lo pueden hacer de un plumazo ni el rey ni nadie. Habría que empezar por la escuela primaria. Pido para Marruecos una pedagogía que haga socialmente repugnante la corrupción, que se diga que del mismo modo que no se puede robar, mentir o matar, no se puede corromper ni ser corrompido. Y si no se empieza con los niños, no hay nada que hacer.

P. Esto me trae a la cabeza la visión del islam del protagonista de

El retorno.

Mohamed es un buen musulmán, pero la religión que practica es muy sencilla. n un momento dado, él mismo dice que el islam es fácil de entender: lo importante ante los ojos de Dios es el modo en que tratas a la gente, especialmente a los débiles y los pobres. De modo que lo que hay que hacer, concluye, es rezar y no hacer daño a los demás.

R. Eso es lo que me explicaba mi padre cuando yo era pequeño, cuando tenía cinco o seis años. Vivíamos en Fez y en invierno hacía mucho frío en nuestra casa, que no tenía calefacción ni agua caliente. or las mañanas, el agua para hacer las abluciones antes de la oración estaba helada y yo temblaba de frío. Y un día mi padre me dijo: "Escucha, hijo, puedes saltarte las oraciones. Lo esencial del islam es ser limpio, respetar a tus padres y profesores y no mentir, no robar, etcétera". Creo que, en el fondo, todas las religiones comparten esta misma moral básica. Lo que complica las cosas son algunas interpretaciones que hacen unos y otros. Cuando las interpretaciones son literales, al pie de la letra, entramos de lleno en el fanatismo y la estupidez.

P. Acabo de leer en

Le Monde

de hoy que una treintena de tumbas musulmanas en el cementerio de Carcassonne han sido profanadas. Eran tumbas de magrebíes que habían muerto luchando por Francia en las guerras mundiales y les han pintado encima cruces gamadas. El periódico añade que, hace un año, un vandalismo semejante tuvo lugar en un cementerio de Estrasburgo. Lo llamativo es que la noticia es apenas un breve en página par y bajo la rúbrica

Faits divers,

sucesos. Como si la islamofobia fuera algo banal, sin la menor importancia, sin la menor dimensión ideológica, política, social y cultural. Y sin embargo, la islamofobia se extiende por Europa sustituyendo al viejo antisemitismo. Ahí está la matanza del ultraderechista de Noruega.

R. Hay dos elementos en la satanización actual del islam. Por una parte, la extrema derecha está haciendo sus campañas basándose en el miedo al islam, diciendo que los musulmanes están invadiendo Europa y van a cambiar las vidas cotidianas de los europeos. Y por otra, los islamistas fanáticos les regalan argumentos en un plato de oro. El año pasado estuve en Suecia, en Goteborg, y me reuní con los marroquíes de allí. Me dijeron: "Basta con que dos o tres imbéciles hagan algo escandaloso para que recaiga sobre todos nosotros". El lío que se montó en Francia con lo del velo islámico integral me pareció, por ejemplo, excesivo. ¿Había que hacer todo ese ruido por unas dos mil mujeres que llevaban esa prenda en Francia? ¿Era ese el gran problema de Francia que había que solucionar con urgencia y de modo expeditivo? No soy una persona religiosa y es obvio que estoy en contra del velo integral, pero cuando una determinada versión de una religión se confunde con toda una comunidad y se rechaza a toda esa comunidad por los excesos de algunos, ah, entonces hemos entrado de lleno en el racismo facilón.

P. Afortunadamente ha llegado la

primavera árabe

para comenzar a levantar ciertos velos en las miradas occidentales.

R. Sí, ha habido la primavera árabe y ha habido también muchas matanzas de musulmanes hechas por Al Qaeda. Se calcula que la organización de Bin Laden ha matado a unas 9.500 personas en todo el mundo, de las cuales más de 6.000 eran musulmanes. Ahora, la primavera árabe está expresando de modo formidable el fracaso del islamismo político. Y sobre todo de ese fantasma del islamismo en las cabezas occidentales del que se beneficiaban los Ben Ali y Mubarak.

P. Escribió

El retorno

entre 2005 y 2008. ¿Sería ahora más optimista tras la

primavera árabe?

R. No creo. La primavera árabe no aporta gran cosa a los inmigrantes, su vida está aquí, en Francia, en los países europeos. Pero lo importante es que bastantes de sus hijos han participado en las revueltas árabes en Túnez, Egipto o Libia. Conozco a jóvenes nacidos en Francia o en Inglaterra que han vuelto a los países de sus padres para participar en las luchas actuales. Eso es muy estimulante.

P. Me pregunto si no ha pensado usted en volver a vivir en Marruecos, a ese país de la leche de almendra y el agua de rosas con el que sueña Mohamed.

R. Sí, claro. De hecho, volví a Marruecos en 2006 con la intención de quedarme allí, pero me resultó difícil. Para vivir en Marruecos hay que conocer los códigos y, aunque yo los conozco, me fatigan. Tuve, además, malas experiencias familiares, así que terminé regresando a París. Amo a Marruecos, pero hay dos cosas que no soporto, y son la falta de seriedad y la corrupción.

P. ¿Y qué significa París para usted?

R. Una especie de refugio.

P. Voy a preguntarle muy directamente dónde querría ser enterrado. ¿Aquí, en Francia, o en Marruecos?

R. No se preocupe, mis hijos me lo han preguntado también y les he respondido que en Marruecos. Me gustan los cementerios marroquíes; son caóticos, sí, pero abiertos y luminosos, menos siniestros que los franceses. Jean Genet hizo bien en hacerse enterrar en Larache. Y Claudio Bravo en Tarudant, en su casa en el desierto.

El País

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