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Jezabel

Irène Némirovsky, autora de la impactante Suite francesa, mostró desde muy joven un talento excepcional para captar las contradicciones de la vida y sus complejidades morales. Desde la publicación de su primera novela, David Golder, su obra fue acogida con entusiasmo no sólo en Francia: el New York Times, por ejemplo, la consideró en su día «la sucesora de Dostoievsky». Su trágica muerte en un campo de concentración puso fin a una obra magistral, que en los últimos años ha sido redescubierta en todo el mundo. Gladys Eysenach es acusada del asesinato de su presunto amante, un joven estudiante de apenas veinte años, y el caso levanta una enorme expectación en París. Madura y excepcionalmente bella para su edad, Gladys pertenece a esa alta sociedad apátrida que recorre Europa de fiesta en fiesta. Envidiada por las mujeres y deseada por los hombres, su vida se airea impúdicamente frente al juez: su infancia, el exilio, la ausencia del padre, su matrimonio, las difíciles relaciones con su hija, su fama de femme fatale, su fijación con la belleza y la juventud... El público, impaciente por conocer cada sórdido detalle, no comprende que la rica y envidiada Gladys, comprometida con un apuesto conde italiano, haya perdido la cabeza por un joven anodino, casi un niño. ¿Quién era la víctima: un amante despechado, un delincuente de poca monta o quizá el testigo incómodo de un secreto inconfesable? ¿Y por qué la acusada insiste en mostrarse culpable y exigir para sí misma un ejemplar castigo? 


COMIENZO DEL LIBRO

Una mujer ocupó el banquillo de los acusados. Pese a su palidez y su aspecto angustiado y exhausto, aún era hermosa. Las lágrimas le habían ajado los delicados párpados y sus labios esbozaban una mueca cansada, pero parecía joven. Un sombrero negro le ocultaba el pelo.
Se llevó las manos al cuello mecánicamente, buscando sin duda el largo collar de perlas que solía adornarlo, pero lo tenía desnudo. Las manos dudaron, los dedos se cerraron lenta y lastimosamente. El numeroso público que seguía con la mirada todos sus movimientos dejó escapar un murmullo sordo.
-Los miembros del jurado quieren verle la cara- dijo el presidente del tribunal-. Quítese el sombrero.
La mujer obedeció y, una vez más, todos los ojos se posaron en sus desnudas manos, pequeñas y perfectas. Su doncella, sentada con los testigos en la primera fila, hizo un movimiento involuntario, como si quisiera acudir en su ayuda, pero, tomando azorada conciencia de la situación, enrojeció. 

El País

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