Michel Houellebecq
(Isla de La Reunión, 1958) habla lentamente y se pone la mano frente a
la boca, lo que obliga a prestar mucha atención. Tras cada pregunta
llega un silencio, un largo silencio seguido de un carraspeo, un mmm... y
finalmente la respuesta, que arranca divagante y va articulándose con
un movimiento de vaivén hasta alcanzar una coherencia cristalina. Uno
percibe que sus neuronas están estableciendo conexiones que él va
descartando. A veces los silencios son demasiado largos, pespunteados
por insistentes sonidos guturales y una mirada perdida, de besugo. Es
cuando el entrevistador tiene que cambiar de tercio.
Ha estado en Barcelona para presentar Poesía (Anagrama), un
volumen que reúne los cuatro libros de su obra poética. Muchos recuerdan
la espantada que protagonizó cuando se le esperaba para presentar su
última novela, El mapa y el territorio, también en Anagrama.
Ahora vive en París, después de un largo periplo existencial por lugares
tan poco probables como la costa de Irlanda o el Cabo de Gata, entre
otros. Pero no le gusta París y tampoco la naturaleza. “No envidio a
esos pomposos imbéciles / que se extasían ante la madriguera de un
conejo / Porque la naturaleza es fea, cargante y hostil / No tiene
ningún mensaje que transmitir al ser humano”, reza uno de sus poemas.
Estrella mediática
Con 'Ampliación del campo de batalla' (1994) Houellebecq se dio a conocer como un escritor brillante y polémico. Y, sobre todo, un potencial superventas en toda en regla.'Las partículas elementales' y 'Plataforma' le consagraron como escritor mediático y ciertamente extravagante. El premio Goncourt que recibió con 'El mapa y el territorio' en 2010 le concedió el reconocimiento de la industria, pero fue acusado de plagiar fragmentos de la Wikipedia.
Dejó Irlanda, dice, porque estaba harto de hablar inglés, aunque
luego reconoce que eso de estar sumergido en otro idioma tiene ventajas
para el novelista. “No está nada mal acentuar el aislamiento, no poder
hablar más que inglés. Hay que estar solo para escribir una novela; es
la soledad acentuada por la soledad lingüística. Pero no es agradable,
aunque nunca se ha dicho que escribir una novela tenga que ser
agradable”. En Enemigos públicos (Anagrama), su epistolario con Bernard-Henri Lévy,
escribe: “Prefiero la poesía, detesto contar historias, pero siento que
he sido requerido para salvar los fenómenos humanos que se manifiestan
frente a mí”. Ahora matiza: “Me gusta describir personajes, pero no
contar historias. No me gusta provocar suspense…” Sus novelas son de
largo recorrido y con buenas dosis de intriga y de drama, le señala el
periodista. “En El mapa y el territorio hay muy poco suspense”,
insiste, “pasa lo que tiene que pasar, no hay sorpresas ni giros
inesperados. En otras novelas había, por lo menos, un suspense
sentimental, en esta última no. El principio del drama consiste en que
el lector se pregunte siempre qué es lo que va a pasar, y creo que la
principal originalidad de esta novela es que no hay un suspense
dramático”.
El propio Houellebecq es uno de los personajes de El mapa y el territorio,
un viejo escritor que ya no escribe y que no lee más libros que los que
ya ha leído y algunos ensayos, pero no ficción. No es el caso. “Sí que
leo ficción y también ensayos, aunque me he dado cuenta recientemente de
que no puedo decir que realmente los lea, leo en diagonal, me contento
con saber lo que piensa el autor, me bastaría con un resumen”.
Escribe a mano. “Es mucho más práctico, porque se puede hacer en
cualquier parte e incluso acostado”. Lo hace en papeles sueltos que
luego corrige enseguida en el ordenador. “Paso mucho más tiempo
corrigiendo que escribiendo”. Cuando empieza una novela no tiene ningún
esquema previo en la cabeza; arranca y avanza, y no sabe si el ordenador
ha cambiado o no su estilo, porque nunca ha escrito a máquina. “Creo
que es algo que no hubiera podido soportar”, asegura.
De pronto se le ve inquieto, se agita en su silla y deja correr un
largo silencio. “¿Puedo salir a fumarme un cigarrillo?”, pide
educadamente. La pequeña sala en la que tiene lugar la entrevista tiene
una gran puerta abierta a una terraza. Puede fumar aquí, le sugerimos.
Llueve, pero se levanta y se coloca en el quicio de la puerta. A medio
cigarrillo vuelve a sentarse.
“Me siento en mi vida un poco como en un hotel. Sé que tarde o pronto
tendré que dejar la habitación. Es un sentimiento típicamente moderno
el de estar en un hotel”, asegura. “El hecho de no construir nada es una
de las grandes causas de la depresión contemporánea”, añade.
Cuando publicó Las partículas elementales, en 1998, hubo
quien le etiquetó como “nuevo reaccionario”. “Es imposible que yo sea un
reaccionario, soy un conservador”, replica, “un reaccionario es alguien
que cree firmemente que se puede regresar a un estado anterior de la
Historia, lo que yo no creo para nada. Siempre he tenido la sensación de
que todo es irreversible, de que es imposible volver atrás. Soy un
conservador bastante típico: pienso que cualquier innovación, en
principio, va a salir mal, [ríe abiertamente por primera vez] y estoy
contra la innovación porque supone siempre un peligro. Digamos que soy
un pesimista que ve antes el peligro que la esperanza”.
Cita a Goethe,
cuando dice que más vale una injusticia que un desorden. “Sí”, se
reafirma, “más vale un orden injusto porque el desorden es la peor de
las injusticias, es la vuelta al estado precivilizado”.
Considera que ahora se produce muy buena literatura, “incluso mucho
mejor que la que se hacía cuando yo era pequeño, en Francia”, y no teme
por su oficio. “Los franceses leen mucho y tienen la impresión de que el
libro les habla del mundo que conocen”. De autores españoles cita a
Antonio Muñoz Molina, y relata con precisión el argumento de El viento de la luna,
que le parece una buena novela. Y sobre la valoración que pueda hacerse
de su obra tiene una brillante metáfora: “Creo que tendré más
influencia que Borges porque no tengo su talento y por lo tanto soy
mucho más fácil de imitar”.
El País
Comentarios