Aunque ello sorprenda a algunos lectores, no me he recatado nunca de
manifestar mi admiración por la obra de Menéndez Pelayo. Ningún escritor
español de su época ni de las décadas siguientes a la publicación de la
Historia de los heterodoxos y Las ideas estéticas en España
tuvo un conocimiento de la literatura y del pensamiento hispanos
equiparables al suyo. A esa insaciable pasión cognitiva tras dos siglos
de ignorancia del propio pasado y de un cruel desmayo de nuestras
facultades creativas habría que añadir su dominio extraordinario de un
idioma cuya riqueza léxica y variedad de matices no admite comparación
alguna con el de sus contemporáneos ni con los ensayistas de las dos
primeras décadas del pasado siglo, con excepción de Alfonso Reyes y
Manuel Azaña.
Por dicha razón, he leído con vivo interés el ensayo de Christopher
Domínguez Michael, “¿Maldito sea el martillo de herejes?”, publicado en
el número de julio de la revista mexicana Letras libres, con
motivo del centenario de la muerte del polígrafo santanderino. Dicho
ensayo pertenece al género de las obras que esperan ser escritas desde
hace largo tiempo y, en razón de ello, nos ofrece una excelente ocasión
de rehacer la imagen icónica de un autor, abominado por unos, incensado
devotamente por otros y desconocido hoy por los más.
Christopher Domínguez Michael centra su trabajo en dos puntos
esenciales en la percepción actual de Menéndez Pelayo: el de su
evolución hacia posiciones más abiertas y liberales en el ámbito
literario (tenía por ejemplo muy alta estima por la obra de Galdós y
Clarín), y el de lo que denomina la “triple maldición” de que es objeto
desde su fallecimiento: el aislamiento intelectual de España que impidió
una proyección europea de su ambiciosa empresa intelectual de crítico e
historiador (Gracián fue el último autor anterior al siglo XX que
influyó fuera de nuestras fronteras, ya en los enciclopedistas, ya en
Guy Débord); la apropiación de su obra por el nacionalcatolicismo y la
Cruzada de Franco; y su malhadado desencuentro con la generación del 98 y
el movimiento poético modernista. Sumados los tres infortunios, se
convirtieron en una sepultura similar a la que custodia sus huesos en la
catedral de Santander después de su traslado solemne en 1956, en una
ceremonia presidida por el caudillo. Fuera de excepciones, como la de
Dámaso Alonso, Menéndez Pelayo dejó de leerse con el libre entendimiento
que exige, y permaneció injustamente arrumbado en el desván de las
antiguallas.
Confesaré de entrada mi deuda con él. La lectura temprana de sus Heterodoxos
me puso sobre la pista de un puñado de autores que contribuyeron de
modo decisivo a mi formación literaria e intelectual, autores
completamente ignorados a veces durante siglos y que sólo él tuvo la
curiosidad de leer. Si en los Archivos del Santo Oficio hallamos el
martirologio de nuestra literatura —empleo la fórmula de Herzen para
hablar de la rusa—, Menéndez Pelayo actuó de abrellaves poniendo a
nuestro alcance a sus víctimas y rompiendo así la dicotomía entre lo
leído y lo que no se debía leer. Su encarnizamiento con los disidentes
del catolicismo oficial no excluye, como en el caso de Blanco White, una
mal oculta admiración por sus logros artísticos. Si a veces erraba del
todo, como en su descalificación de La lozana andaluza y de Góngora, tenía de ordinario buen tino y su prólogo a la edición conmemorativa del cuarto centenario de La Celestina
supera con mucho lo que algunos especialistas en el tema escribieron
con posterioridad. Cuando sus anteojeras ideológicas no se lo impedían,
escribió bellísimas páginas sobre nuestros autores medievales y
renacentistas. Su sentido del humor era igualmente notable y de él dan
buena cuenta su divertida parodia de los krausistas o el retrato que
traza del abate Marchena, sobre cuyo alter ego mexicano, Fray
Servando Teresa de Mier, escribió Domínguez Michael una original
biografía. Su burla de quienes ayunos de todo sentido poético y
arrastrados por su desastrosa facilidad perpetran ripios o versos
huecos, como nuestros bardos del XVIII, merece asimismo ser aplaudida.
Dicho esto, no podemos ignorar la otra faz del justamente llamado
“martillo de herejes”. Su firme creencia en que “el genio español muere y
se ahoga en las prisiones de la herejía y sólo tiene alas para volar al
cielo de la verdad católica” le condujo a escribir enormidades cuya
lectura sobrecoge y espanta a cualquier cabeza bien puesta. Pluma en
ristre, arrebatado por su tenaz dogmatismo, Menéndez Pelayo arremete
contra judaizantes, moriscos, luteranos, racionalistas, alumbrados,
enciclopedistas, masones, liberales, esto es, contra quienes en vez de
decir amén, se atreven a creer y a pensar por su cuenta. El temor al
contagio judaico y herético, que llevó al establecimiento por Felipe II
del “cordón sanitario” del que habla Bataillon, justifica a sus ojos la
“enérgica reacción” del Santo Oficio sin grandes escrúpulos de
conciencia respecto a quienes fueron reducidos a cenizas. Muy al
contrario, califica de “sublime” la cólera del inquisidor que amenaza
con su crucifijo a la infeliz beata ciega que persiste en sus “errores
blasfemos” antes de ser ahorcada y entregado su cadáver a las llamas. ¡Y
esto ocurre no en el siglo XV sino en 1776!
La abundancia de exabruptos sobre la “cizaña herética” y la “gárrula
turba liberalesca” ocuparían docenas de páginas y por ello nos
limitaremos a espigar unos pocos. Así, refiriéndose a los judíos
expulsados primero de España y luego del recién incorporado Portugal,
escribe:
“Solían ser hombres sin ley ni religión alguna, y esto nos explica
los descarríos filosóficos de algunos pensadores israelitas de fines del
siglo XVII, como Espinosa y Uriel da Costa”.
Y acerca de la expulsión de los moriscos, “aquel miembro podrido del cuerpo de la nacionalidad española”:
“Locura es pensar que batallas por la existencia, luchas
encarnizadas y seculares de razas, terminen de otro modo que con
expulsiones o exterminios. La raza inferior sucumbe siempre y acaba por
triunfar el principio de nacionalidad más fuerte y vigoroso”.
Su extremismo ideológico —su elogio del fanatismo— se expresa sin rodeos a lo largo de los Heterodoxos:
“Ley forzosa del entendimiento humano en estado de salud es la
intolerancia. Impónese la verdad con fuerza apodíctica a la
inteligencia, y todo el que posee o cree poseer la verdad, trata de
derramarla, de imponerla a los demás hombres y de apartar las nieblas
del error que les ofuscan”.
“La llamada tolerancia es virtud fácil; digámoslo más claro: es
enfermedad de épocas de escepticismo o de fe nula. El que nada cree, ni
espera en nada, ni se acongoja por la salvación o perdición de las
almas, fácilmente puede ser tolerante. Pero tal mansedumbre de carácter
no depende sino de una debilidad o eunuquismo de entendimiento”.
Con un daltonismo ético y anacronismo flagrante, semejantes a los de
Menéndez Pidal, cuando contraponía el “simplicismo” de Las Casas en su
condena de la esclavitud al criterio “moderno” de Francisco de Vitoria
que le hallaba siete causas justificadas, fustiga a quienes defienden lo
que hoy sostienen todos los ciudadanos de un país democrático. En su
crítica de los liberales en las Cortes de Cádiz, elige como ejemplo de
sus desvaríos la afirmación de Argüelles que no habrá “paz en las
naciones mientras se pretenda que la religión debe influir en el régimen
temporal de los pueblos”.
¿Qué diría don Marcelino en nuestros tiempos
de descreimiento y de “relativismo moral”?
Inútil continuar: con lo citado basta. Cierto que nuestro autor
matizó y enmendó con discreción algunas de sus opiniones y puntos de
vista. Pero no tuvo el valor de desdecirse de ellos. Convertido en
santón de la derecha política y del catolicismo ultra, permaneció
prisionero de la obra escrita. Con todo, ha llegado el momento de
rescatar los elementos de su obra que hoy nos cautivan. Como dice el
escritor mexicano al final del ensayo que comentamos, “que cese el
maleficio”.
Juan Goytisolo es escritor.
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