Se da por supuesto que Gran Bretaña cuenta con una estupenda
literatura de aventuras porque los ingleses fueron navegantes,
colonialistas y bastante piratas en sus días de gloria. Pero es curioso
que los españoles, que también pensaron un día que navegar era más
necesario que vivir, sólo hayan aportado al género -lo que desde luego
no es poco- las magníficas crónicas de Indias. La decadencia del Imperio
arrastra también el final de los relatos de aventuras exóticas bajo
soles lejanos. En el siglo XIX y primera mitad del XX, la novela en
español se aburguesa y se hace urbana con muy pocas excepciones: algunas
historias de Valle Inclán protagonizadas por el Marqués de Bradomín,
Ramón J. Sender…y desde luego Pío Baroja, a quien Jose-Carlos Mainer ha
dedicado una biografía (Pío Baroja, ed. Taurus) que también es un estudio realmente magnífico de su obra.
Resulta lógico que sea un vasco quien haya escrito la mejor narrativa
de aventuras contemporánea en español. Desde antes de los tiempos del
descubrimiento de América, como pioneros de la pesca de altura y la caza
de la ballena, los vascos fueron navegantes arriesgados e impávidos.
Luego se convirtieron en expertos insustituibles en el manejo de la
tecnología punta de la época, como el pilotaje de las recién inventadas
carabelas, la cartografía, etc… Y después, gracias al ímpetu misionero
de los jesuitas, fueron colonizadores en el nuevo continente y también
en el orienta más lejano. Todo lo contrario, por cierto, al actual
modelo de vasco acuñado por el nacionalismo, encerrado en los límites de
su caserío mental y definido solo por su oposición a esa España cuya
leyenda colectiva tanto contribuyeron antaño a forjar.
Sin embargo, los aventureros de Pío Baroja son de una índole
especial, diríamos que mucho más desencantada y por tanto más moderna.
Lo que para ellos cuenta no es el triunfo institucional, el botín ni la
gloria, sino el dinamismo de una peripecia que toma su propia inquietud
como objetivo y recompensa (precisamente una de sus mejores novelas se
titula Las inquietudes de Shanti Andia). Para el escritor, la
acción por la acción es la meta de todo hombre sano. No tanto la empresa
colectiva sino la apuesta que gana hasta cuando pierde por lo que cada
cual tiene de irrepetible: "lo individual es la única realidad en la
Naturaleza y en la vida", afirma en César o nada. Aquí, como en
otras ocasiones en Baroja, suena un eco de Nietzsche: "Lo que importa
no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad".
Para privilegiar lo dinámico, Baroja busca sus protagonistas no solo
entre marinos y guerrilleros sino también en toda forma de marginales,
vagabundos y anarquistas por doctrina o vocación: el escombro social
para los bienpensantes, inadaptado e inconformista. Don Pío fue una
persona de orden a la que sólo le interesaban literariamente los
propagadores de desorden… Elogió la energía bárbara de quienes rajan la
costra de la sociedad para alcanzar el aire libre. Ortega, que sintió
una mezcla de fascinación y repulsión por su obra, reconoce que el rumor
de enjambre de sus personajes, su vaivén ("entran y salen de la novela
como la gente sube y baja del autobús"), reproduce el paso veloz de la
vida misma, su contingencia, su mudanza constante y vulgar. Sin embargo,
aunque sus tramas a veces desconciertan, jamás aburren. Es el narrador
puro, que cuenta de corrido como sin entender del todo a dónde va y por
eso mantiene también abierta en el lector la intriga existencial que
palpita en cuanto ocurre. Crea adicción: por ejemplo Antonio Regalado
convierte en autobiografía su pasión por el donostiarra (Leyendo a Pío Baroja, ed. Renacimiento).
Pío Baroja se definió a sí mismo como "hombre humilde y errante". Un
planteamiento modesto, de perfil bajo, que contrasta con lo rotundo de
los improperios, dictámenes inapelables e impertinencias feroces (lo que
Ortega llamó "opiniones de ametralladora") que jalonan su obra. Se le
ha reprochado el descuido de su estilo y la desatención casi provocativa
a las normas del buen gusto literario. Pero nadie puede regatearle la
eficacia de su prosa, que ha envejecido mucho menos que la de cualquiera
de sus contemporáneos, rivales o críticos.
Fernando Savater
El País
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