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Hace cuarenta años

Una joya secreta de la literatura europea del siglo XX. Una historia de amor escrita con una elegancia absolutamente única.

Estamos a finales del siglo XIX, en una playa del Mar del Norte donde nacerá una pasión absoluta y singular entre Émile y Maria. Será ésta quien nos cuente, cuarenta años después, cómo fue aquel breve y fascinante amor hecho a medias de exaltación y de sumisión. Lo fugaz y lo eterno, así como lo imposible -pues ambos están casados-, marcan esta poderosa historia que nos recuerda en ocasiones a Stendhal y a Flaubert y que se anticipa a las novelas de Marguerite Duras o a las películas de Ingmar Bergman. Pocas veces se ha dicho tanto y tan bien sobre el amor arrebatado y sobre su engarce en la realidad, aunque sea ésta una realidad de escritores y pintores bohemios al margen de «lo convencional»... y en el límite de lo onírico, como en algunas grandes obras de William Shakespeare.  

NOTA DE LOS EDITORES  
La casa de la duna... ¿Un lugar junto al mar para cerrarse al mundo o para abrirse a él? El espacio donde se desarrolla esta historia de amor, libros y fidelidades (más que infidelidades, y el lector pronto sabrá por qué) es un no-lugar en el que nos gustaría vivir algún tiempo. Una casa-concha, una casa-refugio, una casacuerpo. La casa de la duna es el espacio delimitado por los puntos cardinales de los afectos y de los deseos. Algo más que una cabaña, pero menos que un palacio. Una casa de vacaciones donde cualquiera puede imaginarse, y sobre la que cualquiera puede imaginar: sí, esa casa es fundamental en esta historia.

Todos los personajes de Hace cuarenta años son reales, es decir, viven hoy en el papel pero vivieron un día sobre esa playa del Mar del Norte: los días, las jornadas que pasaron allí han quedado convertidas en este texto tan lleno de contradicciones como de riquezas. Aquí, ante él, nuestras convenciones, nuestras ideas, preconcebidas o no, quedan en suspenso antes o después. Leemos y, a la vez, nos leemos. Maria, la protagonista y narradora, es mucho más que esa joven burguesa vestida de blanco, con un gran pañuelo de color calabaza al cuello, que aparece leyendo -siempre leyendo- en los cuadros de su esposo, el dulce pintor belga Théo van Rysselberghe, quien se hizo famoso precisamente por algunas de las obras que pintó en su viaje a España con el asturiano -y belga también durante diez años- Darío de Regoyos.

     Hay algo en los cuadros de este artista impresionista, puntillista, modernista... hay algo en sus cuadros que evoca el mundo de Hace cuarenta años. Pero el «realismo» de Maria van Rysselberghe es, si se nos permite, muy distinto del simbolismo al que se liga la obra de su esposo y al que en ocasiones se la ha ligado a ella. No es siglo XIX, sino ya muy siglo XX. No se trata de ese «flujo de conciencia» muy particular, que inunda esta novela verídica, sino de un realismo que no elude la sugestión y, digámoslo así, la autoconsciencia, es decir, esa mirada «desde dentro y hacia dentro, hacia el yo en peligro» de la que más tarde nos hablaría Carson McCullers. 

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