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El predicador del rock

Brandon Flowers y sus Killers pastorean a 20.000 almas con un repertorio más efectista que sustancioso.

Era el hombre más esperado no ya de la noche, sino del verano, y lo sabía. Apareció Brandon Flowers solemne, con chupa negro de cuero y un rapado casi a lo marine, interpretó las primeras estrofas de Runaways y anunció, en un castellano muy aceptable: “Hola, Madrid. Nosotros somos The Killers y esta noche vamos a por todas”. Sabe lidiar con las masas el joven y orgulloso papá de Ammon, Gunnar y Henry, le encanta hacerlo y ejerce la zalamería con aplomo y naturalidad. Porque sabía el nombre de la ciudad que le acogía en esta madrugada de domingo, pero su repertorio y sus tics fueron prácticamente los mismos que en toda la gira estival por Europa.

El cuarteto de Las Vegas ha alcanzado un estrellato cuestionable en términos artísticos pero abrumador en los numéricos, y parece dispuesto a ejercerlo mientras le dure. Este sábado dispusieron de tres Mercedes para desplazarse por la capital, se acercaron por Getafe para contemplar las diabluras de Messi y demás artistas blaugranas, y terminaron cenando en la azotea del Ayuntamiento, con vistas privilegiadas a Cibeles y media ciudad. Superada ya la medianoche, cumplieron con su cometido en la explanada de Cantarranas ante 20.000 personas que, en algunos casos, llevaban apostadas desde media tarde en las primeras filas. Y resolvieron la papeleta con profesionalidad pero sin despeinarse, que para eso alguno había pasado también por la peluquería.

El repertorio de The Killers es resultón, pero desigual. Su actitud, en cambio, es mucho más regular: resultan con frecuencia irritantes. Todo gira en torno a la apolínea figura de Flowers, hombre guapo, estiloso y de blanquísima dentadura al que las delegadas en una convención del Tea Party elegirían por mayoría absoluta como el yerno ideal.

Su aproximación al rock (o al pop-rock, o al pop bailable) tiene algo de arenga. Es mesiánica y distante, doctrinaria y canónica, de una heterosexualidad químicamente tan pura como en la integral de películas de Bud Spencer. Y la sensación de que el mormón de Las Vegas nos está sermoneando se agudiza cuando toca un tecladito a pie quieto, en un atril (o púlpito) bastante hortera con forma de rayo.

Empeñados en pisar territorio seguro, Brandon y sus chicos apenas recurrieron al repertorio de su inminente quinto disco, Battle born, y suministraron todos los éxitos anteriores con dinámica funcionarial. Muchas de esas 20.000 almas que se agolpaban en la Ciudad Universitaria habían adquirido la entrada solo por verlos; incluso por primera y única vez en todo el festival Dcode, el sonido resultó insuficiente. Pero es difícil sustraerse a la sensación de trabajo rutinario cuando desde el escenario se transmiten tan pocas vibraciones.

The Killers enarbolaron algunos buenos temas, como el oscuro y seductor Smile like you mean it, el incontestable Mr. Brightside o el todavía inédito Miss Atomic Bomb, que va creciendo y volviéndose contagioso. Otros, sin embargo, se antojan más tontorrones (Somebody told me) o casi marciales (This is your life). Algunos estribillos no ocultan su afán por reventar estadios, desde Spaceman a For reasons unknown, con esos oooh oooh ooh y la invitación a que las masas agiten sus brazos a derecha e izquierda. Y cuando en Bling (Confessions of a king) retornan los redobles militares, puede que a los más fieles de Flowers les entren ganas de invadir Afganistán.

En un gesto acaso aquiescente, nuestro predicador intercala en mitad del concierto una lectura de Shadowplay, de Joy Division, quintaesencia de eso que pomposamente llaman “grupo de culto”. Pero no nos llevemos a engaño: la segunda versión de la noche le correspondió a Forever young, de Alphaville, quintaescencia de eso que conocemos como “balada ñoña de los años ochenta”. Es lo que hay. A la hora y media en punto, Flowers, Keuning, Stoermer y Vannucci recogieron los bártulos. Y a otra cosa.

El País.es

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