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El lenguaje del juego

La familia Montaño es una familia más del norte de México, de ese vasto país al que Daniel Sada subvierte el nombre y llama Mágico. El padre, Valente, ha cruzado ilegalmente la frontera en dieciocho ocasiones, pero ya no, nunca más, porque ha juntado suficiente dinero para evitar tanto esfuerzo, tanto jugar al gato y al ratón, tantos cruces nocturnos, tantos desafíos a la border patrol, tantos fracasos y vuelta a empezar... Ahora está dispuesto a poner un negocio en San Gregorio, su pueblo, un negocio modesto pero suyo. Tan suyo como la casita que construyó él mismo con la ayuda de su hijo Candelario. Y con ese dinero tan duro de ganar y la experiencia adquirida cuando escapó primero de un centro agrícola y después de los muy peinaditos y fanáticos mormones que le habían ayudado a escapar del centro, y acabó haciendo pizzas en Pasadena, Valente decide abrir en medio de aquel mundo de tortillas su propia pizzería. La llevarán él, que será el maestro pizzero, y sus hijos Candelario y Martina. Y quizá, pero sólo quizá, intervendrá su esposa Yolanda, que prefiere seguir a escondidas con su negocio de lavar y planchar ropa para sus vecinos. 

Pero San Gregorio está en ese Mágico que es México, y el joven Candelario no ve tan claro lo de invertirlo todo, esfuerzo y dinero, en tal negocio: él sabe que en el pueblo ya asoma la inseguridad, y de vez en cuando circulan vehículos extraños. Allí mismo aún no ha pasado nada, pero corren espesos rumores de gente muerta y colgada en los alrededores. Valente, en cambio, sostiene que no hay que vivir con miedo, que no conviene, y que los crímenes suceden hasta en los paraísos más bonitos. Y entonces se inaugura la pizzería, y poco tiempo después, cuando todo empieza a ir muy bien, Candelario se decide a probar lo prohibido, la marihuana que cultiva en su huerto su antiguo amigo Monico Zorrilla, el hijo del cacique Virgilio Zorrilla, amigo de uno de los capos del narco, y enemigo de otro...
 


COMIENZO DEL LIBRO

Primero la parsimonia. Sentado en un sofá anchuroso y sabiéndose dueño de su casa, Valente Montaño miraba a través de un ventanal las dispersiones del campo. Minutos más tarde invitó a su esposa Yolanda y a sus hijos Martina y Candelario a que le hicieran compañía. La señora se sentó a su lado mientras que sus hijos se mantuvieron de pie durante un buen rato. Así el cuadro familiar estuvo mirando pensativo como si los recuerdos bulleran a lo lejos: sí: como si algo empezara a redondearse. De pronto el señor y la señora se miraron a los ojos para luego besarse largamente en la boca. Bonita decisión al fin y al cabo, no obstante que los hijos se extrañaron al atestiguar eso, levantando sus cejas. Felicidad -acaso- en virtud de que había que celebrar la hazaña de sentirse diferentes después de tanto esfuerzo y tanta duda. Con decir que Valente había cruzado de manera ilegal la frontera norteña en dieciocho ocasiones, pero ya no, ya nunca, porque ya había juntado suficiente dinero para evitar las idas y venidas, amén de andar jugando al gato y al ratón a lo largo del tiempo. Que los cruces nocturnos. Que los cruces con lluvia. Que si la border patrol sorprendía a los migrantes en plena acción de cruce. Entonces el regreso desgraciado y de nuevo el intento y... Pero esos avatares ya eran para Valente una historia concluida. Ahora estaba dispuesto a fundar un negocio en San Gregorio, un negocio modesto pero suyo, como tan suya era la dichosa casita que él mismo construyó con la ayuda de su hijo Candelario. Allí, caray, en un asentamiento irregular muy orillado. Casita de tabiques con techo de carrizo: vistosa y agradable, a pesar de ser gris y poco resistente.

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