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Nuevos clásicos en tiempo real

Son atrevidos y desenfadados. La generación de escritores nacidos en los últimos años de la era soviética, con una nueva percepción de la realidad, escribe al margen de Occidente.

Llevamos dos décadas enterrando la literatura rusa. Los escépticos argumentan que en Rusia nadie quiere saber de libros y que el escritor ya no es una autoridad.

No menos escéptica es la relación con la literatura moderna rusa fuera de Rusia. Por supuesto, los clásicos, que ocupan un lugar digno en todas las librerías, se pueden comprar en cualquier país europeo: León Tolstói, Dostoievski, Chéjov, Mijaíl Bulgákov. Pero, paradójicamente, el lector extranjero experimenta una extraña idea sobre los clásicos de la literatura rusa, como si esa literatura hubiese sido escrita en otra Rusia, en una Rusia que no tiene absolutamente nada que ver con la actual.

Hoy, Rusia, aunque ruidosa, aún sigue estando en la periferia. Es decir, en la mente de la clase media europea, Rusia está al mismo nivel que un país africano que pasa desapercibido. La diferencia es mínima: en África, calor; en Rusia, frío, pero en general la opinión de muchos europeos es que los libros rusos hablan de lo mismo; es algo muy lejano, oscuro, poco civilizado, triste, siempre al borde de la dictadura y la degradación.

La última oleada de interés en la literatura rusa se ha asociado con la caída de la Unión Soviética...

Luego, a finales de los ochenta, la novela de Anatoli Ribakov Los hijos del Arbat estuvo en el top 10 de ventas, encabezado varias veces por Alexandr Solzhenitsin, Borís Pasternak, Varlam Shalámov. Durante esta ola se dieron a conocer al lector occidental escritores como Vasili Aksiónov, Alexandr Kabakov, Victor Erofeyev y un poco más tarde Victor Pelevin, Vladímir Sorokin y Ludmila Ulítskaya.

El ajuste de cuentas con el poder soviético fue entonces "la comidilla" principal de la literatura rusa. Durante un tiempo en Occidente fue un plato aliñado con sal y pimienta muy popular y conocido con el nombre provisional de Las noticias de la autoflagelación rusa o Las malas noticias desde Rusia.

Pero la temporada de interés que despertaba acabó pronto: el colapso de la Unión Soviética no podía ser una novedad eterna, y una vez allí en el frío de Rusia no ocurre nada interesante excepto el cambio de un Yeltsin borracho a un muy sobrio Putin, por lo que merece la pena distraerse con otras noticias.

Esta situación resultó ser favorable a la literatura. El mundo ha perdido interés en ella, los lectores rusos también pasan de largo. El hecho es que Rusia casi ha perdido el sistema de distribución de libros. Nuestro país es grande y transportar los libros desde Moscú hasta Liberia y el Lejano Oriente es muy caro. Como resultado, dos tercios de la población vive sin ningún tipo de librería cerca, y si las hay entonces lo que tienen en venta es material de lectura barata para personas sin muchas pretensiones. Además, en un país donde el 25% de la población vive al borde de la pobreza y por lo menos otro 25% apenas si llega a fin de mes, la compra de un libro (que es un producto caro) se ha convertido en un acto de sacrificio. Casi mejor invertir en comprar vodka pues el resultado es predecible.

La tirada media de los nuevos títulos ha bajado mucho en relación con la época de Unión Soviética, entre 100 y 150.000, hasta un máximo de 10.000 en la actualidad.

Los escritores serios han perdido el arte de complacer a los occidentales y hasta al lector ruso de a pie. Por lo tanto, los autores retomaron su tarea principal: comenzaron a crear una literatura justa, solo referida a su propia percepción de la realidad, y no a la opinión de la multitud o del traductor potencial.

Como resultado, hoy en día, la literatura rusa goza de excelente salud. ¡Literatura clásica escrita en tiempo real! Que este hecho en la actualidad no parezca interesar a nadie, no cambia nada para los escritores.

Una de las principales características de la literatura rusa actual es que ésta se niega a admitir que el siglo XX en Rusia fue una especie de agujero negro y una terrible plaga. "Lo grande se ve desde la distancia", escribió el gran poeta ruso Serguéi Esenin. Y he aquí que la desaparición de la Unión Soviética vista un cuarto de siglo después se ve un poco diferente. No, no se busca justificar la represión, pero al mismo tiempo los escritores son conscientes de que Rusia estaba tratando de poner en práctica una utopía global y que, por lo menos, una acción a gran escala, la vida de generaciones enteras no fue una vida sin sentido, sino más bien buscan darles significado casi místico a sus vidas.

Además, podemos decir con certeza que la literatura rusa moderna tiene a menudo un carácter antiburgués. Hay una serie de narradores que, de un modo u otro, profesan ideas de izquierda, encontrar al menos un autor serio defensor de los valores burgueses es casi imposible.

En Occidente esto es algo que a cualquiera puede provocarle una sonrisa escéptica, pero debo admitir que en nuestra literatura se trata más bien de una tradición. "Yo soy un artista, y, por tanto, no un liberal", escribió un genio poético de Rusia, Alexandr Blok. Los sentimientos antiliberales típicos de Dostoievski, Leskov, Chéjov...

Una característica que define el estilo de la nueva generación de escritores rusos, los que tienen de 30 a 40 años, no proviene de Yevgueni Yevtushenko, ni Victor Erofeyev, ni Serguéi Dovlátov, sino de Eduard Limonov, un escritor bastante conocido en Occidente por algún tiempo, pero excluido posteriormente de las librerías. Esto se debe a que durante los ochenta Limonov surgió prácticamente de la nada y se opuso a la perestroika en Rusia; durante el conflicto en la ex-Yugoslavia luchó en el Ejército serbio y actuó como opositor constante de las reformas de Gorbachov y Yeltsin.

Recientemente, en una conferencia de los escritores más famosos de más o menos mi generación, la mayoría de los presentes coincidían en nombrar como maestro literario a Limonov. No todos los escritores resultan tan radicales en sus puntos de vista como él, pero ciertamente simpatizo con su conducta valiente y con su voluntad infinita de desvelar a la Patria y exclamar con orgullo: "¡Mira la úlcera! ¡Mira las costras!".

No me malinterpreten, nadie en Rusia va a argumentar que el pasado soviético era una maravilla. Hemos crecido en este país y recordamos lo que era. La pregunta es si en Rusia ya habrán adivinado que el mundo no se divide en "civilizados" y "salvajes" y que la historia del hombre, y como tal las cosas complejas requieren compresión y no un veredicto apresurado.

Este es el sentido de la literatura. La era de la información nos hace conocer más y más sobre menos y menos cosas. La literatura también debe ser capaz de tirar de este montaje de noticias y captar lo principal, lo divino y lo eterno.

En cuanto a nombres específicos, estoy dispuesto a nombrar a Dmitri Bykov con la trilogía Justificación, Ortografía y Ostromov; la novela de Alexandr Terekhov El Puente de Piedra, que tiene todos los signos del genio, artista, filósofo y escritor Maxim Kantor; al crítico literario Lev Danilkin, autor de la biografía del cosmonauta Gagarin y que a su vez escribe muy bien sobre el joven autor German Sadulayev y su libro Yo soy checheno. Aún nos falta el polémico escritor y músico Mijaíl Yelizarov, también en la treintena, y uno que ha hecho carrera política rápida y ha sido arrojado fuera de la misma por la oposición, el controvertido Serguéi Shargunov...

La pregunta es si la nueva literatura rusa llegará al lector de Occidente. Pero el hecho es que esa literatura ya existe.

Traducción de Milagros Marjorie Valle Puig. Zajar Prilepin (Ryazan, 1975) ha obtenido en varias ocasiones el National Bestseller Prize en Rusia. Es autor, entre otros libros, de Sin (2007) y Sankya (2006) y es miembro del Partido Nacional-Bolchevique, que lidera Eduard Limonov.

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