En plena revolución digital, la incomprensión entre lectores y no lectores es la mayor división cultural de la sociedad.
¿Estamos en guerra y no lo sabemos? «Los no lectores encuentran a los lectores engreídos. Los lectores no llegan a comprender con qué llenan la cabeza los no lectores». El lamento de John Carey, profesor emérito de Literatura de la Universidad de Oxford, resuena en el prólogo de ‘Puro placer’ (Ed. Siglo XXI), una recopilación de los artículos que publicó semanalmente en el ‘Sunday Times’ para glosar los cincuenta libros con los que más había disfrutado (Conan Doyle, Kipling, Joyce, Gorki, Wells, Conrad, Gide, Mann, Naipaul...). «Actualmente, la distancia entre la gente que lee libros y la que no los lee es la mayor de todas las divisiones culturales; trasciende las diferencias de edad, clase y género», asegura el docente.
La recopilación de Carey apareció originalmente en 2000, cuando Internet comenzaba a transformar la industria cultural y del entretenimiento. El autor, que fue crítico literario del Sunday Times, se preguntaba qué destino le aguarda a la lectura, y se quejaba de que no figurara entre las preocupaciones del primer ministro británico Tony Blair. Su advertencia no ha perdido vigencia al cabo de once años, en plena revolución digital, cuyas consecuencias no es fácil anticipar. Las nuevas tecnologías priman la imagen, la instantaneidad, la denominada ‘interactividad’... Un picoteo que se ha colado en los colegios, abriendo una brecha entre la enseñanza tradicional y la recogida desordenada de información audiovisual.
Hace una década, John Carey imaginaba que en el futuro, los individuos quizá acaben asfixiados por la superpoblación y aprecien el sosiego de los libros. Pero mientras llega ese momento, avisó, se han creado dos mundos paralelos: las personas que leen y las que no. «Ninguno de los bandos entiende al otro».
Esa batalla moldeará los medios de comunicación de los próximos años. ¿Perderá el libro su hegemonía de siglos? Carey reconoce que explicar hoy su utilidad «es extremadamente difícil». La televisión y el cine son perfectos porque «se parecen a lo que representan», pero transformar las palabras en imágenes «es una operación increíblemente compleja» que «implica un tipo de poder imaginativo distinto a cualquiera que se utilice en otros procesos mentales». Ese poder se relaciona con la facultad de desarrollar ideas propias y ponerse en el lugar de los demás, dos ingredientes esenciales de la civilización. «Dejas el libro, enciendes la televisión y la relajación es instantánea. Eso se debe a que una parte de tu cabeza ha dejado de trabajar», resume el profesor.
Carey niega que la lectura sea elitista, puesto que los niños pueden aprender a leer en colegios públicos y tienen bibliotecas a su disposición. Lo que ocurre es que «algunas personas son perezosas» lo mismo para abrir un libro que para caminar. Y para rematarlo, el esnobismo artístico no ayuda a vencer esa pereza; más bien contribuye a que la gente relacione la literatura con «el fanfarroneo y el falso refinamiento» y se aleje de ella como de la peste.
Solución: cultivar el hábito de leer hasta que no se note el esfuerzo. A Harold Bloom, un crítico literario considerado exquisito y elitista, parece que le dio resultado: «Cuando estoy cansado, después de más de sesenta años de lecturas, regreso al placer de leer como un niño, cuando cada vez que me enamoraba de un poema lo leía y releía hasta que me lo sabía de memoria».
El correo.com
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