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Cenizas en los ojos

La historia se resume con facilidad: un hombre mayor seduce con alevosía a una jovencita, y por ello la han calificado, sin razón, de antilolita. Al igual que la novela de Nabokov, Ceniza en los ojos acaba mal, pero es la prosa casi forense y transparente del autor, que se confunde con el diario de este Don Juan de tercera, «mediocre, más bien feo y perezoso», sin talento ni ideales, la que sorprende, como ejercicio de estilo a la inversa, por su modo personalísimo de dar cuenta de una historia tan universal y banal. Aunque no por ello sea menos trágica: del monólogo interior a la palabra, transitiva, que mata, hay un paso. De allí a ser el propio castigo, poco más. 

 Jean Forton (Burdeos, 1930-1982) nació veterano, murió joven y pudo haber sido famoso, pero eso ya no pasó. Nunca fue sobrevalorado, y la misma industria de los primeros que antes lo había encumbrado acabó desechándolo, olvidándolo. Dejó de escribir, o empezó a hacerlo en secreto, se convirtió en un librero misántropo y dedicó los días que le quedaban a vender códigos civiles a estudiantes universitarios. Mejor eso que suscribir el gusto literario oficial de la época.

Ceniza en los ojos (1957) es, según la opinión popular, su mejor novela. Y también la más contemporánea. Quizá por su desencanto y su pesimismo, por el humor despiadado, porque Forton parece estar de vuelta de todo.

COMIENZO DEL LIBRO

Al fin ya me he instalado. La cosa ha tenido su complicación. La mudanza me ha llevado dos largos días. No me gustan esas horas de fiebre, esa atmósfera de provisionalidad y de incomodidad que envenena una habitación nueva. Los objetos se extravían. Uno no sabe dónde sentarse. Cualquier tontería te enerva, un ruido insólito, un clavo al que te agarras. Durante mucho rato he dado vueltas y más vueltas sobre mí mismo, como un perro que no tiene donde caerse muerto. Ahora todo está arreglado, he deshecho las maletas y he ordenado los libros. Respiro. Puedo retomar la pluma y garabatear durante horas en este cuaderno. Me reencuentro, a mí mismo, y nada más que a mí, cara a cara con esta soledad que he echado tanto en falta en los últimos dos días, como si fuera una droga de la que estuviera intoxicado. 

Una vez más, me encuentro frente a uno de esos grandes cuadernos de escolar que le compro a la señora Ducasse. Un gran cuaderno de cubiertas verdes, de al menos doscientas páginas. Y virgen. Hay que festejar bien esta nueva vida que empieza. Las hojas aún conservan la apariencia húmeda y gris del papel demasiado nuevo. Ya me encargaré de ennegrecerlas. Mi vicio: garabatear el papel, surcarlo. Contarme. Apuntar día tras día los hechos más ínfimos de mi vida. 

Boomerang

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