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Lumbre

Federico Souza vuelve a Chivilcoy por unos días. Su padre lo llamó para contarle que se murió Pajarito Lernú y que, unas horas antes de morir, le regaló, a él, Federico, una vaca. Hernán Ronsino regresa así al mundo de La descomposición y Glaxo, a ese pueblo sumido en la pampa húmeda, en el que las cosas se dicen a medias, se saben a medias. El motivo del viaje, la muerte de Pajarito, se tiende como un hilo tenue del que se desprenden historias. "Recordar es construir un camino que, a fuerza de insistencia, es decir, de pisadas, va quedando grabado en la tierra". Siguiendo la huella de sus recuerdos, los personajes versionan la historia del pueblo, buscando cada uno su lugar en ella, y la del propio pueblo en una historia mayor. Ese pueblo atravesado por las cicatrices del ferrocarril; el pueblo de Sarmiento; el del poeta Carlos Ortiz -modernista, amigo de Lugones y Darío-; el de la película La sombra del pasado, sobre el asesinato del poeta y héroe local en 1910, filmada con actores locales. Pero también aquel donde Pajarito fue enterrando uno a uno sus cuadernos y el de la niñez de Federico, ese tiempo en que iban a la pileta con el Negrito y Areco, un Areco que ahora no lo reconoce, como él no reconoce a tantos otros. Una novela que se arma a la sombra de un árbol, escrita de memoria, de uno de los más talentosos escritores argentinos contemporáneos. 
LA LLEGADA
1. LA VACA
Me entero por el Viejo. Llama temprano a Buenos Aires y me dice, con una voz cansada, que se murió Pajarito Lernú. Dice que fue ayer a la noche. Encontraron el cuerpo hundido en un zanjón, en el camino de tierra que lleva al cementerio. A la madrugada dos policías aparecieron en su casa para darle la noticia y pedirle que fuera a reconocer el cuerpo -uno de los canas era el muchacho de Cejas y, parece, estaba borracho-. Dos locos, dice el Viejo, a esa hora, los eché. Pero cuando volvió a la pieza, una angustia insoportable se le clavó en el pecho. Y así quedó, esperando que la claridad entrara por la ventana para llamarme. Ahora dice que me necesita. Y después cuenta, por fin, que, unas horas antes de morir, Pajarito Lernú me regaló una vaca. Es un animal lastimado, dice. Se lo robó al Negro Soto.

     Antes, acá, terminaban los trenes. Después de doce años, cuando el sol se acuesta atrás del edificio del Munich, regreso en micro a la estación Norte. Primero se ve una luz y una forma que se imponen en el aire como una orden. Después, en esa luz, camino rápido las dos cuadras hasta la casa del Viejo. La luz bordea los edificios amputados. Y la forma espacial esconde una fuerza que arrasa. Ejerce sobre el cuerpo una presión semejante a la que padecen, por ejemplo, los satélites. Esa fuerza absorbente de los planetas. Esto es así: la captura del paisaje. Entonces toco timbre y espero. Se oye ladrar un perro. Y enseguida una voz que calma al perro y le pide se vaya al patio; al patio, le dice. La voz del Viejo se escucha sin la amplificación del teléfono. Es una voz suave y agradable. La última vez que lo vi fue hace dos meses cuando viajó a Buenos Aires. Ahora tarda en abrir el portón de madera porque le cuesta un poco destrabar la puerta del marco; dice que se hincha. Cuando me abraza, haciéndome doler los huesos, me habla despacio al oído: Hijo querido, dice.

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