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Los cronistas de la ruina de Europa

La caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 inició el proceso que acabaría con las últimas consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Un año después, la reunificación alemana que lideró el canciller Helmut Kohl era un hecho que se desarrolló con suma rapidez en paralelo al proceso de construcción política de Europa. Por aquellas fechas el ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger temía que ese proceso terminase en un eurocentrismo económico, liberal hacia dentro y proteccionista hacia el exterior, una nueva “Fortaleza Europa”, en un sentido demográfico y económico, potencial generadora de tensiones. A modo de posible vacuna, Enzensberger entendía, acertadamente, que no se había llevado a cabo un análisis complejo de los “años fundacionales” de la nueva Europa y la situación que afrontó su población. Son los años de la posguerra europea, los años en que el continente  era materialmente un montón de ruinas y los europeos, no solo los alemanes, se encontraban en un pozo político y moral.

Al constatar que la filosofía europea se dejó llevar por una abstracción que le alejaba de un frío análisis de la realidad y que la literatura de memorias posterior carecía de credibilidad, la aportación del pensador alemán para iluminar esos oscuros años que van de 1944 a 1948, fue publicar en 1990 Europa en ruinas, una recopilación de crónicas de los mejores reporteros y escritores americanos, que siguieron a los ejércitos aliados en su avance hacia Alemania, y de otros que provenían de países neutrales, outsiders que daban las impresiones más lúcidas, aunque solo fuesen relativamente acertadas, acerca de las calamidades que sufrían los supervivientes europeos. Enzensberger recurrió a ellos porque en la disposición intelectual de los periodistas  de los países afectados era palpable la autocensura interior que aplicaban a sus análisis y reportajes. En palabras de él mismo, “no solo había quedado devastado el entorno físico, sino también la capacidad de percepción. Toda Europa estaba por así decirlo, como si le hubieran propinado un porrazo en la cabeza”. Capitán Swing ha publicado a finales de 2013 el libro en español y lo hace en un momento muy adecuado, cuando los valores de la esencia del proyecto común europeo están en entredicho, en medio de una crisis económica de dimensiones desconocidas desde 1929, con Alemania convertida en el líder de una Unión Europea que promueve una política de austeridad que puede llegar a dividir al norte del sur de Europa. En un momento, en definitiva, en que los logros del estado del bienestar se tambalean y florecen de nuevo los populismos y la extrema derecha repartidos por toda la geografía europea.
Niño polaco
                            Niño polaco víctima de la guerra en la arrasada Varsovia / Corbis 
“Nadie es un nazi. Nadie lo ha sido jamás. Tal vez había un par de nazis en el pueblo de al lado (…) durante seis semanas tuve escondido en mi casa a un judío (…). Ay cómo hemos sufrido. Las bombas…”. En abril de 1945 la norteamericana Martha Gellhorn escucha declaraciones parecidas de todos los alemanes con los que se cruza en Renania. Se pregunta “cómo es posible que ese detestable gobierno nazi, al que nadie apoyaba, fuera capaz de mantener esta guerra durante cinco años y medio”. Gellhorn ve “un pueblo entero que declina toda responsabilidad” y que “no constituye una visión edificante”. Se trata de negar una realidad que cada vez adquiere perfiles más terribles, una especie de amnesia colectiva se propaga. Dos años después, en julio de 1947 Janet Hanner envía una crónica desde Berlín que estremece: “La nueva Alemania es solo un despojo de la Alemania muerta de Hitler (…) enemistada con todo el mundo, parece, curiosamente, muy satisfecha consigo misma (…) los alemanes no demuestran ningún interés especial o compasión alguna por el sufrimiento y las pérdidas que han ocasionado a otros (…). Solo unos pocos alemanes parecen acordarse todavía de las palabras que algunos clarividentes pronunciaron al comienzo de los ataques de 1940: ¡Gozad de la guerra!, ¡La paz será terrible!”. Hanner es testigo de una pérdida general de las referencias morales entre los supervivientes alemanes, que deja perplejos a estos reporteros anglosajones. Observadores europeos como el sueco Stig Dagerman consiguen mejores resultados cuando intentan explicarse el comportamiento de los alemanes de la posguerra. Este escritor sueco viajó durante el otoño de 1946 por toda Alemania y afortunadamente hemos podido contar con su capacidad de análisis cuando describe a los antifascistas alemanes como “las ruinas más bellas de Alemania”  o cuando viaja en tren cerca de Hamburgo y “excepto nosotros dos nadie se asoma a la ventanilla para contemplar lo que probablemente sea el campo de ruinas más escalofriante de Europa. Cuando alzo los ojos me encuentro con miradas que dicen: Éste no es de aquí”. Los mecanismos de supresión de la memoria ya están activados.
En octubre de 1944 Martha Gellhorn se encuentra en la recién liberada Nimega, una ciudad holandesa que describe como plácida y aburrida en el pasado pero enclavada en una zona peligrosa, al lado de la Línea Sigfrido y el cauce del Rin. Gellhorn entra en una escuela convertida en cárcel llena de colaboracionistas de los nazis. Entre todos ellos destaca un grupo, “mujeres jóvenes con expresión sombría que yacen en el lecho, enfermas, con bebés muy pequeños; son las mujeres que vivían con soldados alemanes, que ahora son madres de hijos alemanes…”, y nos preguntamos si esas mujeres eran nazis convencidas o buscaban un medio, por peligroso que fuese, de sobrevivir.
En “unas circunstancias que semejan la temprana Edad Media. Como beduinos, los napolitanos acampan entre las ruinas…”. Norman Lewis describe así el Nápoles de octubre de 1944 que sufre de hambre y sed, porque los alemanes han destruido los sistemas de suministro de agua. Pero si alguien sabe sobrevivir en un medio hostil, esos son los napolitanos. Allí el mercado negro llegó a ser próspero como nunca lo fue. De cada tres barcos de los Aliados que eran descargados en el puerto desaparecía el cargamento de uno, y en los alrededores del Tribunal de Justicia se vendía en un ruidoso mercado lo poco que antes había sido robado.
                       Habitantes de Dresde suben a un tranvía en 1945 / Corbis
DresdeJohn Gunther llega a Varsovia en el verano de 1948, la ciudad que, después de Stalingrado, ha sufrido la mayor devastación en la guerra. Un polaco se dirige al periodista: “Vosotros en Occidente podéis tener el más alto nivel de vida del mundo. Pero nosotros los polacos tenemos el más alto nivel de muerte”. No se puede resumir mejor lo que ha sufrido esta ciudad desde que fue invadida en 1939 cuando contaba con 1.300.000 habitantes y en 1945 contaba con 700.000 menos. Gunther relata como, a pesar de todo, esos perseverantes polacos salen de sus catacumbas cada día comprometidos a reconstruir una ciudad que los nazis quisieron borrar del mapa en octubre de 1944, con una fortaleza y optimismo que sorprenden precisamente porque Varsovia gracias a ellos vuelve a estar viva. 
Max Frisch, dramaturgo y autor de Homo Faber, recorrió varias ciudades alemanas en 1946. La maestría con que traslada a las palabras sentimientos y emociones es algo que ha estado al alcance de solo unos pocos en el siglo XX. Por ello, su prosa elegante y delicada nos conmueve cuando describe la desolación y desesperanza que abruma a los civiles alemanes derrotados en esos años. En la primavera de 1946 visita Frankfurt en cuya estación de ferrocarril se encuentra a unos refugiados de territorios que ya no pertenecen a Alemania, abandonados y sin ayuda para los que “su vida solo es una ilusión, algo ficticio, una espera sin esperanza, ya no sienten ningún apego por ella; solo la vida continua adherida a ellos, como un espectro (…) respira en los niños dormidos que yacen sobre los escombros, con la cabeza entre los bracitos consumidos, acurrucados como embriones en el seno materno…”.
París, Roma, Londres, Praga, Budapest, el infierno de Dachau…con Europa en ruinas viajamos a través del caos mental y material de la Europa coventrizada y hambrienta que, curiosamente, a pesar de tantos y tantos bombardeos, no será convertida en un todo homogéneo con la reconstrucción. Las diferencias entre europeos persistirán. El trabajo de Enzensberger con la recopilación de estas crónicas y textos es encomiable y demuestra la necesidad de recordar ese sufrimiento y reivindicar esa memoria por sus efectos preventivos ya que no debemos dar la paz en el continente como algo por supuesto. No olvidemos que hace casi dos décadas, al poco de aparecer este libro por primera vez, 8.000 bosnios eran asesinados en Srebrenica.
El Pais

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