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El mal, a debate en el Hay

Faltaban 10 minutos para entrar en la sala y los presentes debían guardar pacientemente media hora de cola para conseguir auriculares de traducción simultánea con los que escuchar al filósofo alemán Rüdiger Safranski. El impacto era evidente pero también cotidiano para un Hay Festival que tendrá que cuidar el no morir de éxito gracias a las abarrotadas convocatorias y el entusiasmo que despiertan sus propuestas en Cartagena de Indias. Pero es que, además, Safranski iba a abordar el mal: un tema clave para un país que ha conocido más de 60 años en su último conflicto armado y ha sabido lo que es vivir en tensión y en ascuas por los estragos del narcotráfico.
El alemán ya le dedicó un ensayo a ese viaje interior hacia las tinieblas desde el pensamiento. El mal o El drama de la libertad, se llamaba. También ha ahondado en la borrachera de certezas que nos puede llevar hacia el totalitarismo en su brillante Cuánta verdad necesita el hombre, la paciencia ante el mundo que impera en ¿Cuánta globalización podemos soportar?, el germen de entre otras cosas, el nazismo en Romanticismo: una odisea del espíritu alemán, además de diversos estudios sobre Nietzsche, Schopenhauer, Schiller, Goethe...
Safranski, presente en los actos del Hay siempre con el apoyo del Instituto Goethe, advierte sobre la verdadera cara del mal y teme que éste se confunda con lo anecdótico. “Sabemos qué es, que proviene de la naturaleza humana, que no es un lugar, ni un símbolo, ni el demonio, sino que puede habitar en nosotros. La tortura, el abuso, la violencia, el asesinato son claramente el mal. Aunque los filósofos no tengamos una respuesta para darle solución sí al menos debemos ayudar a identificarlo”, comenta el pensador.
Es lo mismo que ha tratado de hacer durante al menos dos décadas el estadounidense, nacido por escala de sus padres en Malta, Joe Sacco. Lo ha abordado novedosamente y creando escuela en ese invento suyo tan personal y tan impactante que es el reporterismo trasladado al cómic. Sus libros sobre Oriente Próximo, el de Gaza ante todo, Bosnia o ahora –aunque es una incursión no en un conflicto vivo, atestiguado, sino histórico, como la Primera Guerra Mundial-, mostraron un nuevo camino sorprendente en las nuevas maneras de contar.
“El mal es cuestión de grado”, afirma Sacco. También de actitud. “Creo que la gente busca su dignidad. Puedes humillar a muchos y aun advertir en su sufrimiento cierto orgullo. Se puede ser pobre, vencido, pero digno”, comenta.
Para que el odio, para que la saña no se lleven lo peor de uno están los testigos: el periodismo, la denuncia que de todo eso hacen los escritores, también. En Colombia, un país cuya historia reciente, en las últimas décadas del siglo XX, aumentó la tasa de homicidios por 5, es un asunto que toca muy cerca y por eso andan de guardia por varios actos del Hay en Cartagena un buen puñado de autores en cuya obra planea directa o indirectamente la violencia.
De Juan Gabriel Vásquez a Héctor Abad, de Evelio Rosero, que debatió junto al maestro mexicano Elmer Mendoza el género de la narconovela, a una esfera más íntima abordada por Piedad Bonet o al puro cronista Alberto Salcedo Ramos –ganador este año del Premio Ortega y Gasset-, todos han abordado ese y otros asuntos que dan buena cuenta de una pesada y atormentante herencia. Pero también de una esperanza, la que se vive en este discreto y dispuesto país para un gran cambio que ya se palpa, pendiente de la resolución de su futuro en La Habana.
Todos ellos tienen muy bien identificado el mal y sus males. En la obra de Abad resuena todavía como una pieza fundamental El olvido que seremos, la sentida y conmovedora crónica de la memoria sobre el asesinato de su padre médico en Medellín a manos de los paramilitares. En Piedad Bonet, que nos ha regalado un desolador y fascinante libro sobre el suicidio de su hijo, Lo que no tiene nombre, en Vásquez, con, entre otros, Los informantes o El ruido de las cosas al caer, late el pozo, el sufrimiento, la negra sombra.
Hasta aquí, aunque no se encuentren, llegan además los ecos de tantos maestros que lo han abordado. Por supuesto del constantemente reconocido García Márquez, pero también los del rabioso y contundente Fernando Vallejo o ese camino y esa línea de horror secular que Azriel Bibliowicz ha trazado en su brillante Migas de pan entre el horror de Holocausto y el hecho de un secuestro en la Colombia más actual.
El mal de ayer, de mañana, bueno está saberlo, el de hoy, provocado, por ejemplo, con la intransigencia o las malas jugadas de un bastante mentado procurador Ordoñez, artífice de una lucha inquisitorial contra Gustavo Petro, el alcalde de Bogotá. No es esta ni más ni menos que la historia de un exguerrillero que trata de insertarse en la normalidad democrática pero que se ve marcado como una reinvención siniestra deLos miserables, de Víctor Hugo, por la inefable vara de un leguleyo mala versión del empecinado Javert, que lo mismo se niega a condenar el Holocausto que a mostrarse partidario de la secta lefevrista. “En ese caso, sabemos con quien no debemos estar”, comentaban Vásquez, Abad y Bonet en un debate sobre columnismo.
El mal con sus caras ocultas y sus propias contradicciones a las que no sabe dar respuesta ni la filosofía. Cuando Safranski por ejemplo sostiene que a esa naturaleza sombría se la debe combatir con educación, con cultura, que es la única manera, duda. Lo hace al plantearle que una de las tremendas potencias del nazismo radicaba precisamente el refinamiento cultural de muchos de sus líderes. Ahí, el maestro no alcanza a encontrar respuestas. Tan solo a ejercer de notario: “He ahí la ambivalencia del mal”. Y ante eso no nos queda más que la sabiduría necesaria para identificarlo y mostrarnos intolerantes ante él.
El Pais

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