Edith Wharton firma una nouvelle
magistral, que explota la que fuera una de sus obsesiones recurrentes:
las opciones de la mujer de su tiempo y estatus en la tramoya social que
la coarta.
En 1850 la alta burguesía
neoyorquina disfruta de una desentendida prosperidad. Delia, «reina»
del endogámico clan de los Ralston, ultima los detalles de su vestuario
para brillar en el acontecimiento social del año: el enlace de su
prima Charlotte Lovell con Joe Ralston, que además sellará una alianza
entre las dos familias hegemónicas de Nueva York. Cuando nada parece
poder desbaratar tan idílico porvenir, una desquiciada Charlotte
irrumpe en casa de Delia para desvelarle un secreto que alterará para
siempre la placidez de sus vidas y que, de saberse, tumbaría los
códigos éticos de los que ambas se han venido nutriendo. Los destinos
de Charlotte y Delia quedan trágicamente atados bajo la inviolabilidad
del secreto que comparten, consolidándose entre ambas una tormentosa
relación en la que convergerán los celos, la compasión, el amor filial y
la suspicacia.
"La prosa de Wharton, con sus sugerentes imágenes de triunfo y oscuridad, es sencillamente soberbia." The Irish Times
CAPÍTULO 1
En el viejo Nueva York de 1850 despuntaban unas cuantas familias cuyas
vidas transcurrían en plácida opulencia. Los Ralston eran una de ellas.
Los enérgicos británicos y los rubicundos y robustos holandeses se
habían mezclado entre ellos dando lugar a una sociedad próspera, cauta
y, pese a ello, boyante. Hacer las cosas a lo grande había sido la
máxima de aquel mundo tan previsor, erigido sobre la fortuna de
banqueros, comerciantes de Indias, constructores y navieros.
Aquellas gentes parsimoniosas y bien nutridas, a quienes los europeos
tildaban de irritables y dispépticas solo porque los caprichos del clima
les habían exonerado de carnes superfluas y afilado los nervios, vivían
en una apacible molicie cuya superficie jamás se veía alterada por los
sórdidos dramas que eventualmente se escenificaban entre las clases
inferiores. Por aquellos días, las almas sensibles eran como teclados
mudos sobre los cuales tocaba el destino una melodía inaudible.
Los Ralston y sus ramificaciones ocupaban una de las áreas más extensas
dentro de aquella sociedad compacta de barrios sólidamente construidos.
Los Ralston pertenecían a la clase media de origen inglés. No habían
llegado a las colonias para morir por un credo, sino para vivir de una
cuenta bancaria. El resultado había superado sus expectativas y su
religión se había teñido de éxito. El espíritu de compromiso que había
encumbrado a los Ralston encajaba a la perfección con una Iglesia de
Inglaterra edulcorada que, bajo la conciliadora designación de Iglesia
Episcopal de los Estados Unidos de América, suprimía las alusiones
impúdicas de las ceremonias nupciales, omitía los pasajes conminatorios
del Credo atanasiano y entendía más decoroso rezar el padrenuestro
dirigiéndose al Padre mediante el arcaizante pronombre «vos».
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