El día 10 de septiembre de 2001, Brandon Moy se
encontró en Nueva York con un antiguo amigo que le hizo recordar todos
aquellos sueños que habían compartido en la juventud y que él nunca
había cumplido. Moy tenía una esposa a la que amaba, un hijo ejemplar,
un apartamento envidiable en Manhattan y un trabajo de éxito, pero al
recordar todo lo que había querido hacer en la vida sintió que había
fracasado. A la mañana siguiente de ese encuentro, mientras él iba
camino de su trabajo en las Torres Gemelas, los aviones de Al Qaeda las
derribaron. Brandon Moy creyó que el destino le ofrecía una segunda
oportunidad.
La misma ciudad es la
historia de esa segunda oportunidad. La historia de Brandon Moy en busca
de sí mismo a lo largo de una geografía a veces tenebrosa. Un viaje a
través de lo ilusorio de los sueños y del valor de la aventura como
fuente de riqueza existencial. La misma ciudad, con un protagonista de
muchas caras, es una novela brutal y refinada al mismo tiempo, que reúne
la quintaesencia del mundo narrativo de Luisgé Martín.
Después de La mujer de sombra, su novela anterior, que obtuvo una unánime y extraordinaria acogida crítica como una obra maestra «por el filo del abismo» (Enrique Turpin, La Vanguardia), Luisgé Martín nos brinda La misma ciudad, una joya literaria que lo confirma como uno de los mejores y más sólidos escritores de su generación.
COMIENZO DEL LIBRO
Casi
todas las escuelas psicológicas, desde el psicoanálisis clásico hasta
la psicoterapia Gestalt, prestan atención a ese estado de ánimo
melancólico o desesperanzado que suele manifestarse hacia la mitad de la
vida de las personas y que, en jerga poco científica, acostumbramos a
llamar «crisis de los cuarenta». Aproximadamente a esa edad, a los
cuarenta años, los seres humanos echan la vista atrás, recuerdan los
sueños que tuvieron cuando eran jóvenes y hacen luego recuento de los
logros obtenidos desde entonces y de las posibilidades que aún les
quedan de alcanzar la vida prodigiosa que imaginaron. El resultado es
siempre desolador. Quien había soñado con ser estrella de cine, por
ejemplo, se encuentra a menudo representando bufonadas en fiestas
infantiles o haciendo anuncios publicitarios, y si acaso por talento o
por azar ha conseguido llegar a protagonizar películas y se ha
convertido en un ídolo de masas, como ambicionaba, descubre enseguida
algún inconveniente o algún quebranto de la profesión – las servidumbres
de la fama, la frivolidad de los ambientes artísticos, la envidia de
otros actores– que ensombrecen el triunfo. Quien se había figurado que
viviría amores apasionados y grandes emociones, conoce tarde o temprano
la traición, el engaño, el aborrecimiento o, más comúnmente, el hastío. Y
quien había creído, en fin, que tendría siempre el vigor y el
entusiasmo juveniles, encuentra de repente la enfermedad o ve ante sí la
muerte. La vida, en realidad, es un trance terrible, y a esa edad
mediana y taciturna, a los cuarenta o cuarenta y cinco años,
comprendemos con claridad que es también demasiado corta, como siempre
habíamos oído decir a los padres o a las personas mayores, y que en
consecuencia no deja tiempo a nadie para enmendar los errores cometidos o
para emprender otros rumbos diferentes de los que en algún momento se
eligieron.
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