Treinta y cinco años pueden ser media vida. Por eso, cuando alguien
dice que llevaba 35 años queriendo escribir el libro que acaba de
publicar seguro que habla en serio. Es el caso de Andrés Trapiello
(Manzaneda de Torío, León, 1953). Autor de siete novelas (entre ellas el
Premio Nadal de 2003: Los amigos del crimen perfecto), otros tantos libros de poemas (incluido Acaso una verdad,
Premio de la Crítica una década antes), media docena larga de ensayos,
otra media de recopilaciones de artículos y 10.000 páginas de diario
(repartidas en 17 volúmenes), Trapiello afirma que llevaba 35 años
queriendo escribir una novela sobre la Guerra Civil. Y puede que esa
novela sea Ayer no más (Destino). Puede porque él mismo no sabe
si esa era la novela que tenía en la cabeza —“nunca lo es del todo”— y
porque no es solo una novela sobre la Guerra Civil. Lo es sobre la
memoria de esa guerra, pero también sobre la relación entre padres e
hijos. Padres vivos y padres muertos. Víctimas y verdugos.
Ayer no más transcurre en la actualidad, pero el detonante
de la acción hay que buscarlo en el día de 1936 en que un niño contempla
el asesinato de su padre a manos de un grupo de falangistas. Setenta
años después, el niño es un anciano que reconoce por la calle a un
miembro de aquel grupo, más anciano aún. Como testigo fortuito, José
Pestaña, hijo del viejo falangista e historiador de oficio. Si cada uno
de sus libros —en las antípodas ideológicas de su progenitor— ha sido
una puñalada para su familia, su obsesión por lo ocurrido en la calle es
una traición cruda. Sin buscarlo, Pestaña se convierte en sospechoso
para todos: para su padre es un rojo ingrato que busca saldar cuentas;
para sus compañeros de universidad, alguien cuya defensa de la verdad y
sus esquinas solo buscan proteger a su padre.
Dentro de una narración construida como un coro de voces —“el
protagonista no quiere decir la última palabra”, aclara Trapiello—, en
las páginas de Ayer no más aparecen las fosas de la guerra y la
polémica en torno a la ley de la memoria histórica. En una pirueta
cervantina, el propio Trapiello aparece en el libro criticado por una
historiadora alérgica a los matices: “No he leído Las armas y las letras”,
se enorgullece, “pero tampoco pienso: dicen que es el libro de un
pedante, sin una sola nota al pie y a vueltas con la ‘tercera España”.
Las armas y las letras es ya un clásico —sin notas— sobre el
papel de los escritores entre 1936 y 1939. Publicado en 1994, se
reeditó ampliado hace dos años. “La guerra me interesó desde pequeño”,
cuenta Trapiello. “En mi casa se hablaba constantemente de ella aunque,
por supuesto, se decía que no se hablaba. No había cosa que no remitiera
a aquellos años. Mi padre, que fue falangista, se quitó la camisa azul
en cuanto acabó la guerra. Hizo la batalla del Ebro, la de Teruel,
estuvo en frentes peliagudos… Con 19 años vio morir a la mayoría de sus
amigos. Cuando vas creciendo te das cuenta de que no te lo han contado
todo, que se reservan cosas, que se contradicen en otras…”.
PREGUNTA. Después de investigar el asesinato del que fue
testigo su padre, su protagonista renuncia a escribir un libro de
historia y termina escribiendo una novela. ¿Renuncia a la verdad?
RESPUESTA. No, pero hay cosas que solo se pueden contar en una
novela. La historia, que se ocupa de hechos generales, es un relato
incompleto que nunca abarca la totalidad del pasado. No admite la
subjetividad. La novela es, por el contrario, el reino de las
subjetividades. Se ocupa de experiencias particulares y de conflictos
morales. Por otro lado, en la historia, como en la vida, nada tiene
sentido, las cosas suceden unas detrás de otras, incongruentes, pero en
la novela cada cosa sucede como consecuencia de la anterior, lo cual
produce un efecto balsámico. Por eso nos gustan las novelas. Pestaña,
por sus implicaciones personales, sabe como historiador que no podría
hacer historia con esos sucesos y elige para contarlos una novela. Con
la ficción persigue únicamente comprender y comprenderse.
P. Hay un fragmento de su novela que resume muchos de sus
dilemas. Se lo leo: “Una paz duradera es imposible sin el olvido.
Nuestra tarea es luchar contra la impunidad sin alentar el agravio y el
resentimiento, sabiendo que unas veces es preferible la paz a la verdad y
otras, la justicia a la paz”. ¿Cómo saber cuándo es preferible recordar
para hacer justicia y cuándo olvidar para restablecer la paz?
R. No tengo respuesta para eso. No hay leyes que regulen eso, forma
parte del pacto entre individuos. Vivir es incertidumbre y equilibrios
inestables, y en cada momento va viéndose. Los demócratas de 1975
decidieron no hablar de las fosas y seguramente gracias a su silencio
pudimos hacerlo en 2004. El tiempo juega también un papel importante,
tiene un poder curativo. Se dice en la novela, a propósito de los
resentimientos, que la memoria hay que cultivarla, pero que el olvido
crece solo. Si somos judíos, podemos vivir en Tesalónica con la llave de
nuestra casa de Toledo cinco siglos después de la expulsión, si
conservarla es un gesto de lealtad con nuestros antepasados; ahora, si
es fuente de resentimiento y amargura, sería mejor tirarla a un pozo.
Nietzsche decía que es posible vivir casi sin recuerdos, pero no vivir
sin olvidar; un exceso de historia daña la vida.
P. ¿Cómo se hace una ley con esa tensión entre memoria,
olvido, paz y justicia? Uno de sus personajes dice que no se puede
recordar en plural.
R. Los pueblos no recuerdan, recuerdan los individuos. En plural
recuerdan los nacionalistas, que están agraviados en masa por recuerdos
que creen recordar en masa. Cuanto más negro ven el futuro más recurren
al pasado. Es curioso que el mismo día en que Artur Mas hablaba de
autodeterminación en Barcelona, Rajoy hablara de Gibraltar en la ONU.
P. El debate sobre la memoria histórica recorre su novela. ¿No le gusta la ley?
R. El pasado no hay ni que poetizarlo ni que politizarlo. La ley era
muy necesaria. Cuando hace 10 o 15 años se empezaron a formar las
primeras agrupaciones de memoria histórica me llamaron para que me
sumara. Todavía debo de figurar en alguna. Mi opinión es que no debe
quedar ni un solo muerto en las cunetas. Pero debemos ser cautos. No
tenemos por qué creer lo primero que nos cuentan. Mucha gente quiere
recordar hasta un punto, pero no ir más atrás. La gente, por razones
humanísimas, a menudo ha tenido no solo que olvidar, sino también que
mentir.
P. ¿Se han justificado los crímenes dependiendo de las ideas del criminal?
R. No pocos de los que fueron víctimas en algún momento fueron
victimarios. Tomemos el caso de aquel que durante la guerra estuvo en
tribunales populares o paseando gente. Se va al exilio y cuando
vuelve lo hace al lado de otros que también se marcharon, pero fueron
personas decentes. No podemos tributar a los dos el mismo
reconocimiento. Eso hace compleja la Guerra Civil.
P. ¿Y el argumento de que las víctimas del bando vencedor ya tuvieron su Causa General?
“Lo que necesitamos es que todos honren la memoria de los inocentes y reprueben a los criminales de ambos bandos”
R. Es incompleto e inexacto. No siempre fue así. Hay cientos de
casos. Sin ir más lejos, un muchacho de 20 años al que sacan de su casa
en Madrid, lo matan, nadie sabe aún dónde está el cadáver, no ha habido
duelo y nadie ha pagado por ese crimen. Fue el tío de mi mujer. ¿Le
podemos decir a esa familia que se ha hecho justicia con la víctima solo
por levantar el Valle de los Caídos? La Causa General se instruyó de
manera atropellada y poco fiable. Me gustaría que los historiadores de
izquierdas estudiaran la Causa General, que ha sido pasto de los de
derechas. Lo que necesitamos es que todos estudien a todos, y todos
honren la memoria de los inocentes, y todos reprueben a los criminales
de ambos bandos con parecida determinación. Es obvio que hay más saña
con los vencidos que con los vencedores, pero el camino del agravio
lleva a todo el mundo al mismo sitio: a ninguna parte.
P. ¿Cómo escribir la Historia entonces?
R. Partiendo de un relato de mínimos que nos agrupe a todos.
P. ¿Qué mínimos?
R. Yo propondría tres. Uno: que el levantamiento del 18 de julio lo
fue contra un Gobierno legalmente constituido. Es decir, fue un golpe de
Estado. Esto que parece tan sencillo, el PP no quiere votarlo en el
Parlamento, no quiere votar la condena de ese golpe. Dos: que los
principios de la Ilustración estaban representados en la República y que
el golpe de Franco lo es contra la Ilustración. Lo que complica la cosa
es que quienes tenían que defender esos principios desde la República
en muchos casos no solo no lo hicieron sino que a veces los combatieron
—y no pienso solo en Paracuellos o en las checas, pienso en las matanzas
de troskistas, etcétera—. Más complicado aún: en el lado de los
sublevados, en el que teóricamente todos tenían que haber sido
reaccionarios furibundos, había liberales e ilustrados. Eso también hace
compleja la guerra.
P. ¿Y el tercer mínimo?
R. Que si a los españoles se les hubiera dado a elegir bando pocos
habrían elegido el que le tocó sino otro: lo que hemos dado en llamar
una tercera España, en la que había gente de izquierdas y de derechas.
Ser ecuánime no es ser equidistante porque los dos bandos no eran
iguales, pero hay que ser ecuánime juzgando a los dos. Hoy todo el mundo
reivindica a Chaves Nogales y a Clara Campoamor, pero hemos tardado 70
años en recuperarlos.
P. ¿Por qué?
R. Porque las dos Españas estaban empeñadas en que esa posibilidad no
se conociera. Durante la guerra se podían decir otras cosas y hubo
quien las dijo. Por eso los orillaron. El tiempo ha ido en contra de los
totalitarismos, pero hace 70 años era un timbre de gloria inmolarse al
totalitarismo. En Valencia, Azaña le dijo a Sánchez Albornoz que si
ganaban la guerra sería de milagro, y que en ese caso los republicanos
como él tendrían que marcharse en el primer barco. Y añadió:
“Si-nos-dejan”.
“La posición moral del escritor no es denunciar que le han engañado, sino reconocer que él también ha estado mintiendo”
P. El protagonista de su novela militó en el PCE, como usted…
R. Yo peor. Yo en el PCE(i). El paréntesis era importante:
marxista-leninista, estalinista y pensamiento maotsetung. Lo mejor de
cada casa. La posición moral del escritor no es denunciar que le han
engañado, sino reconocer que él también ha estado mintiendo, aunque haya
sido involuntariamente. Es mentira que todos los antifranquistas
lucharan por la democracia. Nosotros luchábamos por la dictadura del
proletariado. Yo intenté saldar esas cuentas lo más honestamente que
pude en la novela El buque fantasma, que tuvo, y no quiero ser
presuntuoso, las peores críticas de la historia.
Andrés Trapiello dice que es difícil que vuelva a escribir sobre la Guerra Civil después de Ayer no más,
un libro sobre cuya recepción tiene todas las dudas pese a que es,
dice, una novela “conciliadora”. El reconocimiento que ha ido acumulando
en estas dos décadas Las armas y las letras parece, no
obstante, un buen augurio. Lejos quedan los tiempos en que publicar los
poemas de Rafael Sánchez Mazas —protagonista 20 años después de Soldados de Salamina,
el libro de Javier Cercas— significaba ser sospechoso. Trapiello lo
hizo en 1981 en la editorial Trieste y todavía recuerda “con espanto” el
trato recibido: “Trataron de ponernos en la diana como una editorial
fascista, y eso que acabábamos de publicar a don Alberto Jiménez Fraud, a
Giner de los Ríos, a María Zambrano… Nos devolvían los libros de todos.
Seguramente no habían leído a Sánchez Mazas, pero tampoco a Jiménez
Fraud. En España, cuando la gente no podía discutirte una idea te
llamaba fascista. Y era un estigma, se te cerraban las puertas. Me
irritaba porque me consideraba de izquierdas, y un votante socialista
(de esto último me estoy quitando). Aquello era muy malintencionado.
Tuvimos que hacerlo todo a pelo. El ambiente no ayudaba nada y tocaba ir
por libre”. Treinta años hace. Ayer no más. También.
El País
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