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Visto y oído

Dice Hebe Uhart: "Escribo dos clases de crónicas de viajes, dos tipos de impresiones. Una más libre, subjetiva, donde aparezco más yo, que son las que se parecen más a un cuento. Y las que están más documentadas, con información relevante, unida a mis impresiones personales. Los géneros están muy mezclados. Hay cuentos que pueden ser leídos como crónicas y crónicas que son cuentitos." Podría decirse que a Hebe Uhart, como al Gombrowicz diarista, le "atrae el abismo de la vida ajena". "¿Y cómo es la gente acá?", se pregunta (les pregunta a sus entrevistados) Uhart; y la búsqueda de una respuesta a ese interrogante la acicatea a estar siempre lúcida, presta a "tirar de la lengua".  

"Hebe Uhart bien podría haber sido La Maga en más de un pasaje de Rayuela, esa viajera que aún hoy tanta chica posmoderna intenta imitar. Sí, la Uhart viaja de acá para allá con su propio mundo acuestas como estrella guía, ese mundo que la hace rehuir del análisis antropológico del cronista para concurrir, toda oídos, al acontecimiento que se cruza en el camino." Lucía de Mello, Radar.

"Hebe Uhart, como Clarice Lispector, comprende bien que las cartas más interesantes de una crónica se juegan no cuando se intenta reflejar una realidad, esa entelequia, sino cuando se focaliza ese detalle capaz de revelar un mundo." María Sonia Cristoff. La Nación, de Buenos Aires
"Visto y oído es, desde luego, mucho más que la cristalización de una metodología de trabajo, de una concepción de la crónica que, si no nueva, de seguro sí es revitalizante para el género. Dondequiera que se pose, la mirada de Uhart vivifica y aun no pocas veces refunda.". Ramiro Quintana, ADN 

UN VIAJE DESUSADO
     En noviembre de mil novecientos setenta y tantos yo trabajaba como maestra en una escuela del gran Buenos Aires, en un distrito muy cercano a la capital. Había pedido traslado desde una escuela lejana, casi de campo, donde los maestros eran dueños de la situación, los padres eran muy humildes y amaban la escuela y si algún maestro llegaba tarde, eran cosas de la vida.

     En la escuela nueva había pocos chicos pobres, cuatro o cinco, y cuando la cooperadora les entregaba un libro, exigía que lo devolvieran en buen estado para entregárselo a otro pobre posible. A la gente de esa cooperadora le gustaba gastar en algo que se viera, que rindiera, por ejemplo una placa recordatoria de cualquier cosa o una gran fiesta con sándwiches que encargaban en una confitería cercana. Y los maestros no pastoreábamos a gusto como en la escuela del campo porque ni bien bajábamos del tren ya había en la puerta de la escuela una fila de madres controlando si llegábamos a horario o tarde. Era como una guardia policial que cumplía un deber: una vez que las maestras llegaban a la puerta de la escuela, eran examinadas en todo; la ropa, los modales, la que se daba y la que no se daba, lo que se debe y lo que no. ¡Ay, pensaban las guardianas, si ellas fueran maestras, qué no harían por la educación que es lo más sagrado que hay! Pero Dios da pan al que no tiene dientes. Y aunque amaran mucho el componente abnegado en la educación, cuando se hacían viajes cortos a zonas cercanas para ver cómo se fabrica el vidrio o el dulce de leche o cómo es una rampa movediza, ellas querían ir a ver cualquier fabricación, siempre se anotaban varias y ganaban lugares que perdían los chicos. Y ahí iban las grandotas, en su sacro deber de controlar al colectivero que los llevaba, a los chicos y a la maestra que fuere.

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