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Para medir la marea


En una isla turística en algún lugar del mar Egeo, Jacqueline, una joven liberiana, intenta sobrevivir, lo que se reduce a no morir de hambre e intentar seguir adelante después de haber conseguido escapar al horror del régimen de Charles Taylor. Construye su hogar en una cueva que da al mar y durante el día, se pasea por las playas soleadas ofreciendo masajes a los turistas --cinco minutos por un euro--, mientras intenta mantener un equilibrio entre su voluntad de vivir y la culpa del superviviente que la atenaza. Su orgullo, su pena y su miedo le impiden pedir ayuda, e incluso aceptar aquella que se le ofrece... Su mundo ha desaparecido y su corazón es un erial del que no sabe cómo salir.
Esta novela hipnótica, lírica y extraordinaria nos habla de una mujer que sigue adelante a pesar de que le hayan sucedido cosas tan terribles. Una novela sobre como vivimos con lo que sabemos.

 El libro estará a la venta el 19 de septiembre de 2013
I

Ahora era de noche.
Jacqueline no había comido nada desde la barrita de chocolate que había encontrado en el umbral de la farmacia. 
La voluntad de Dios, dijo su madre.
La suerte de encontrar comida cuando más falta hacía. Justo cuando ya creía que no iba a aguantar más de pie, ahí estaba la comida. 
 La voluntad de Dios, había dicho su madre, por la suerte que había tenido con el avión. También lo había dicho por el hombre del camión. Y por los recolectores de fruta de Murcia. Y por la chica senegalesa de Alicante, que la había ayudado cuando se había caído del banco del parque mientras dormía. Que la llevó a su casa, con su familia, que le sirvió arroz con garbanzos y le dio agua. La gracia de Dios, había dicho su madre. Por la mujer que había encontrado a Jacqueline desmayada sobre la arena de una playa de las afueras de Valencia, que la acompañó hasta el agua y le limpió la cara con una bayeta que olía a limpiacristales, que le pagó un café con leche y azúcar y dos magdalenas. La gracia de Dios, por los marroquíes que fueron detenidos mientras Jacqueline subía tranquilamente al ferri en Valencia. Por la caleta de Palma, donde encontró cajas de cartón y una sucia manta azul doblada sobre una piedra plana.

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