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Escaramuzas del poeta saturniano

Martínez Sarrión dio a su primer diario el título taurino de Cargar la suerte y se autorrecomendó, para evitar "el irresponsable, estéril, frívolo y superficial elitismo", una buena dosis de "independencia, apartamiento alerta, ironía o humor en toda la gama y llaneza". El segundo volumen, Esquirlas, evocaba las astillas que se desprenden de lo que se fractura a fuerza de golpes contra algo más duro: la estupidez ajena o la historia, supongo. Y se encomendaba allí al "adelgazamiento expresivo, economía, transparencia [...], indicios de que un escritor ha logrado la madurez y la maestría". En Escaramuzas, el tercero de los diarios, se acoge a la "claridad, concisión, elegancia y una punta de humor", mientras que el título parece que evoca no tanto el combate como la esgrima ágil y reiterada.

De todas estas cosas -lances de lidia, esquirlas y escaramuzas- hay en este tenaz heredero de Juan Benet (la impresión de su muerte abría Esquirlas) y, por supuesto, también están todas esas virtudes del estilo que buscan sus autorrecomendaciones. Del "gran estilo" benetiano queda el empaque sentencioso a lo Quevedo -de quien Martínez Sarrión es fidelísimo-, así como el arrimo a cierto desgarro culto más que popular. Y, sin embargo, hay una permanente renuncia a la frondosidad divagatoria que no era ajena a Benet. El apunte tiende a ser más esquemático que otra cosa; se prefiere la enumeración de nombres propios a la efusión de adjetivos; la mención escueta de un estado de ánimo o un paisaje al deliquio rememorativo. Supongo que por eso se cita a menudo al lacónico Pío Baroja con encomio. Y el escritor confiesa que, si pusiera mano a una ficción en prosa, le gustaría "ser un Baroja sin su extremado nihilismo o un Pla menos cínico. Por ahí".

Por supuesto, desde el diario de 1995 -cuyas anotaciones nos llevan de 1968 a 1992- hasta el actual, con textos de 2000-2010-, el talante del escritor se ha hecho más adusto porque el horno no está para bollos y la irritación salta más a menudo. No siempre se comparten los términos de esta: no es lo mismo Camilo José Cela que Vargas Llosa, ni Francisco Umbral que Félix de Azúa, por ejemplo, y quizá fuera deseable que se aplicara a alguno de los zaheridos -Espada, Juaristi o Savater- la misma piedad que a Ernst Jünger o a Jorge Luis Borges. Pero es norma que vale para los diarios y una prerrogativa de la sátira moral que sus críticos nos atengamos a la coherencia expresiva y no entremos en la discrepancia ideológica. Por lo demás, el lugar personalísimo desde el que se libran las "escaramuzas" del último diario queda perfectamente delimitado. Con mucha razón, su autor nos recuerda que unos años convulsos en la vida de Francia (la víspera de la guerra de 1939) nos legaron La náusea de Sartre, La conspiración de Nizan, Gilles de Drieu la Rochelle, El tiro de gracia de Yourcenar y Tierra de hombres de Saint-Exupéry. No es mal paisaje literario en lo que toca a la pugna de las ideas y los sentimientos... Y en lo que concierne al motor moral de una poética, recordemos que este escritor -al que Benet llamaba "el moderno"- vindica todavía la memoria de aquella "absoluta radicalidad estética" que parece "palpar ese extremo de lo expresable con sentido": allí están los suyos, desde Cézanne, Rimbaud y Mallarmé hasta Joyce, Faulkner, Paul Celan y John Cage. Sin olvidar a Robert Bresson y a Andréi Tarkovski.

En algunas anotaciones de este diario se apuntan títulos de posibles libros que son muy reveladores -Sin anestesia, Paradero desconocido, Victoria del desollado...- porque hablan de aislamiento, resistencia o daño. El último poemario de Martínez Sarrión, sin embargo, se llama Farol de Saturno, lo que también tiene su miga: nos trae una luz aunque sombría y menciona al patrón mitológico de los grandes creadores melancólicos y algo malhumorados. El farol epónimo alumbra dos notables conjuntos de composiciones aparentemente dispares y, sin embargo, complementarios: 'Hábitos de los discípulos de Buda' es una serie de sátiras morales acerca de la sobrevivencia y la segunda parte, sin título, es un inventario de motivos campesinos, modestos y desvencijados recuerdos de la infancia pero profundamente enraizados en la vida, que parecen ser las recompensas de aquellos primeros discípulos de Buda que esquivaron la vida consuetudinaria, callaron casi siempre y procuraron no participar de las injusticias.

La apelación a Buda es lo de menos, aunque sirva para subrayar el sesgo laico y utilitario de estos consejos y observaciones. Martínez Sarrión y los discípulos de Gautama son, en rigor, mucho más romanos, de la secta de Juvenal y también sobrinos de Lucrecio, el materialista, y de Séneca, el estoico. No los quieren en los empleos que piden "agresividad, tesón, / disponibilidad fuera de horario, / bien rasurado, polos de Lacoste / y, en cualquier trance, positividad" y, desde luego, son alérgicos al "teléfono móvil de los huevos, / que hoy se utiliza tanto para un roto: / intercambiar cuatro sandeces / sincopadas sin arte, / como para un descosido: / navegar por la Red o dedicarse al 'zapping". El último de los poemas de esta serie nos descubre a dos "claros poetas" que avanzaron por aquella misma senda y "que yo quería faros o atalayas / guiando en plena noche nuestras torpes derivas": Robert Graves y Jorge Guillén. Ninguno de los dos son mala recomendación y, en efecto, bastantes de los poemas campesinos de la segunda parte tienen ecos de la avidez vital de Graves, de la serenidad demorada de Guillén y no poco de la unción emotiva de Claudio Rodríguez, otro poeta apreciado por el autor y varias veces presente en sus diarios. Pero Martínez Sarrión prefiere acercarse sin muletas filosóficas, ni coartadas líricas, a ese mundo en que hay escarabajos, ratas, una jornada de pesca, una hoguera de pastor bien calculada o la carta de una enamorada iletrada. En 'Carretera que serpentea sobre la colina' evita que las "sendas perdidas" tengan que ver con "las que recorría aquel filósofo / de palabra exigente y política errada" (Holzwege, de Heidegger) e incluso prefiere que los "claros del bosque" no recuerden los de "cierta vieja dama / con algo de sibila y pitonisa" (María Zambrano). Y en 'Pequeña alquería', la tentación de pensar en los paisajes mágicos y levitantes de Joan Miró, le lleva a acumular por el contrario los nombres de otras cosas que prefiere: "petróleo o queroseno, / ropa fuerte y barata, buenas botas / para el agua y el barro" y, sobre todo, "una de esas barajas / que, por lo abarquillada y lo mugrienta, / han dejado de usar en al casino". Cuando en el cierre canta el último grillo del otoño ("sin más propósito ni más postulación de un yo ridículo"), el poeta zumbón y corrosivo piensa que "celebra lo que fue / su conexión al Todo, / que se verificó con el mínimo coste". Esta diminuta fábula es una joya concentrada de las que sólo la madurez y la maestría producen de cuando en cuando.

El País

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