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Desilusión y percepción

La alta cultura literaria fundida con la pop y los medios de comunicación de masas (con sus públicos y sus productos específicos) conforman la generación de escritores mutantes, en expresión de Vicente Luis Mora. Manuel Vilas es un escritor mutante, como lo son Fernández Mallo y Juan Francisco Ferré. La mutación a la que hace referencia la escuela es la que experimenta la propia institución novelística conocida como realismo. El que relata, parte insustituible en toda realidad, también sufre una mutación en la que está comprometida su propia identidad como dispositivo narrador clásico. Conceptos de espacio y tiempo, y punto de vista, con el escritor mutante se alteran y ofrecen de la realidad su cara más absurda, cruel y peligrosa, para decirlo con palabras de otro novelista mutante, Javier Calvo. Veamos la nueva novela de Manuel Vilas, Los inmortales.

Este crítico lamenta no conocer la primera novela del escritor aragonés, Magia. Así que la primera referencia que tengo de su producción narrativa son España (DVD, 2008) y Aire nuestro (Alfaguara, 2009). Tanto en una como en la otra, la filosofía compositiva que las sostienen es la misma: distorsionar no la realidad sino el realismo. Algo así como si Vilas hubiera llegado a la conclusión de que la realidad es la que es, nada desdeñable en materia narrativa pero a la que hay que interpretar (y hacerla más atractiva, para decirlo de alguna manera) con un nuevo equipo de buceadores de sus terribles, alucinantes y desternillantes profundidades.

Si en Aire nuestro su característica más sobresaliente era el diálogo imposible entre representantes de distintas épocas y disciplinas artísticas, en Los inmortales su autor repite la marca de la casa mediante el diálogo entre egregios nombres de la cultura universal: todos rigurosamente inmortales. Desde Cervantes hasta García Lorca tienen su sitio en esta representación carnavalesca. No sé si me equivoco si digo que uno de los hallazgos de esta manera de afrontar el dilema del realismo es la revisualización de los grandes iconos de la alta cultura mezclados con los grandes exponentes de la cultura de masas, como sucedía en Aire nuestro cuando veíamos a Elvis Presley charlar tan fraternalmente con Luis Cernuda.

Ahora, cuando en Los inmortales visualizamos o vemos a Virgilio gastando unas famosas Ray Ban a orillas del mar Mediterráneo, de pronto descubrimos que el vate no sólo era el preferido de Augusto, sino que así como lo presenta Vilas es la única manera de verlo como lo que esencialmente fue, un poeta mediterráneo. Pero no nos engañemos. Al final la operación que nos propone con tanta lucidez narrativa e histórica y un sentido del humor devastador es la desilusión y la percepción de que el mundo sigue siendo oscuro, muy oscuro.

El País

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