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Persistentes como fantasmas

Nadie duda de la existencia de libros sobrenaturales. Libros, más bien, venenosos, que caen en nuestras manos y que nos van intoxicando, como si alguien les hubiera untado las páginas con arsénico y mercurio. No es que no volvamos a ser los mismos, tras caer en ellos: es que a partir de entonces nos convertimos en lo que estábamos llamados a ser.

Por supuesto, a nadie le importa que Jane Eyre fuera mi libro, pero fue mi libro -lo que explica muchas cosas-. También fue el libro de la mayor parte de la población lectora inglesa de mediados del XIX -lo que también explica muchas cosas-. La primera novela de Charlotte Brontë -o, más bien, de Currel Bell, el pseudónimo con el que se publicó- terminó convirtiéndose en un éxito, para pasmo de sus editores y de su propia autora. Reunía los mimbres necesarios para serlo: transpiraba vapores de novela gótica, su trama principal era una historia de amor en la que se recompensaba la valía y la superación personal -al estilo de Jane Austen- e incluso introducía pasajes procedentes del más tenebroso realismo, por los que Dickens hubiera pagado.

Excepto la realización del amor romántico, hay mucho en Jane Eyre de la propia vida de la autora. Es definitorio, por ejemplo, que la historia comience con la protagonista, de pequeña, leyendo. Y vemos también con claridad, desde la primera página, que en la lectura está la salvación de esa niña.

De forma inaudita para su tiempo, las hermanas Brontë gozaban de libre acceso a la lectura en su casa -actividad que el padre, severísimo para otras cosas, veía con buenos ojos-. Huérfanos de madre, los niños fueron criados por su tía, Elizabeth Branwell, que les contaba cuentos tradicionales y se permitió el subscribirlos a distintas publicaciones.

Lo fantasmal y el lore nórdico están, también, presentes desde el comienzo de la novela -los ambientes fantásticos eran muy del gusto de los hermanos, que emplearon su adolescencia en crear reinos míticos-. Charlotte Brontë utilizaría todo este bagaje con su criatura favorita: a Jane Eyre la castigan de niña en el cuarto donde velaron a su tío muerto y la niña cree ver su fantasma. En su primer encuentro con Rochester, Jane cree reconocer al gytrash, un dogo sobrenatural, y la primera conversación con el dueño de Thornfield gira alrededor de elementos míticos - "Anoche en el camino, me pareció uested uno de esos seres fantásticos que figuran en los cuentos y temí que me hubiera embrujado el caballo", "Los enanos del bosque abandonaron Inglaterra hace más de cien años (...) Nunca volverán a danzar en las noches de verano ni bajo la fría luna de invierno"-, mientras que Edward Rochester parece vivir convencido de que su institutriz es un ser del otro mundo. Ambos protagonistas experimentan un desvergonzado caso de telepatía, mientras que Jane -la, por otra parte, juiciosa Jane Eyre- afirma sin empacho: "Nunca me burlaré de los presentimientos, porque yo misma los he experimentado a veces". Y, por supuesto, no hay novela gótica que pueda competir con la ocurrencia de tener a una ex mujer, loca, violenta y aullante, encerrada en el ático. Imbatible. Comparado con eso, lo de Manderley es una tontería.

Lowood quizá sea la referencia autobiográfica más clara que vemos en Jane Eyre. La propia Charlotte Brontë admitió que había querido reflejar en él sus experiencias en el internado de Cowan: un centro a camino entre el colegio y el hospicio y al que Patrick Brontë envió a sus hijas. El frío era inhumano; la comida, de miseria; y las condiciones sanitarias, inenarrables -agudizadas, muy probablemente, por la mezquindad de los propietarios del lugar: "¿Cómo es eso de que las niñas se cambian de muda dos veces a la semana?"-. Como era de esperar, en la ficción y en la realidad, en el internado termina declarándose una epidemia de tuberculosis. En la historia recreada por Charlotte Brontë, Jane Eyre se despierta abrazada al cuello de su mejor amiga, que ha fallecido esa noche. En la realidad, la enfermedad les costó la vida a dos de las hermanas: Elizabeth y María.

Dos de los mejores ejemplos de héroes byronianos que ha dado la literatura proceden de la imaginación de las Brontë: el sempiterno Heathcliff de Cumbres Borrascosas y el lord Rochester de Jane Eyre. Pero, si las adolescentes Brontë habían suspirado por un lord Byron que llegara a sus vidas, el destino les dio dos tazas. Cuarto y mitad. Branwell, su hermano, fue lo más parecido a un héroe torturado que pudieron ver. Carecía del talento -y, desde luego, de la capacidad de resiliencia- que terminarían mostrando sus hermanas, aunque ninguno de los que lo rodeaban parecía consciente de ello. Llevaba una vida de excesos, no tenía constancia creativa ni duraba en ningún trabajo. Como Berta -la esposa demente de Rochester-, Branwell podía ser un loco violento y aullante. Aun así, sus hermanas lo adoraban. Cuando murió -alcoholizado y en mitad de un ataque de delirium tremens-, Emily decidió que lo acompañaría: cayó en un estado depresivo y se negó a comer, con lo que la tuberculosis la devoró en tiempo récord. Ann no tardó en seguirla.

Un año antes, en 1847, las tres hermanas habían publicado -in a row y bajo pseudónimos-, Jane Eyre, Cumbres Borrascosas y Agnes Grey. Teniendo en cuenta su ambiente, época y circunstancias, semejante hecho es un milagro.

Jane Eyre no fue, ni mucho menos, la primera protagonista fuerte y absoluta de la novela inglesa. Los insidiosos novelistas del XVIII habían dibujado mujeres de todo pelaje, víctimas y triunfadoras, pero de una voz y una fortaleza arrebatadoras. Tess, Moll Flanders e incluso la taimada Rebecca Sharp -'Currel Bell' le dedicaría tímidamente su Jane Eyre a Thackeray- son de todo menos ángeles del hogar. Fuerte era la única tábula rasa, lo único que podías ser si pretendías sobrevivir y no habías tenido un póquer de ases al nacer, sino una mano dispareja que te convertía en mujer, pobre y lúcida.

"A diferencia de los personajes femeninos de Austen -observa Walter Allen en La novela inglesa-, los de Charlotte Brontë cuestionan el mundo dominado por los hombres, sobre todo, el lugar que les han reservado a las mujeres".
La reciente adaptación de 'Jane Eyre' invita a acercarse a un clásico fundamental de las letras inglesas.

Y sí, en efecto. Se nos insiste en que Jane Eyre no es graciosa, no es -tampoco- especialmente guapa; no tiene, por ejemplo, la agudeza intelectual de Lizzie Bennet. Se muestra peligrosamente impertinente, se considera -con motivo- moralmente superior a muchos de los que la rodean. No es, ni de lejos, un "encanto de mujer". Pero tiene cualidades inauditas, aun más en la época: es asertiva, decidida, independiente, directa.

El reverso luminoso, si lo pensamos, de aquel pobre Branwell. La versión alucinada de lo que su asfixiada hermana aspiraba a ser. El destino es, desde luego, lo suficientemente cruel como para que la obra más conocida de Branwell -además de los cuentos que realizó junto a Charlotte- sea el retrato que les hizo a sus hermanas y del que él mismo se borró. Aparecen todas ellas en racimo, con mirada alucionada, como de susto, convocadas por las palabras, alrededor de una mesa llena de libros.

diariodesevilla.es

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