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Robespierre

Un día de principios de otoño de 1793, el joven Sebastien-François Précy de Landrieux, llega por primera vez a París. No había cumplido aún los dieciséis años. Pero la ciudad que lo acoge no es la que tantas veces soñó. Desde las ventanillas de su carruaje contempla, en la plaza por la que cruza, el Artefacto con su hoja suspendida en lo alto, la célebre y temida balanza justiciera de la Revolución. Y siente una ligera brisa en el cuello.

Sebastien aún no sabe que, a través de un contacto de su padre, entrará a trabajar en el despacho del ministro-diputado Lindet, lo que le permitirá tratar con altos cargos, incluso con Robespierre en persona. Sin darse cuenta, Sebastien se encontrará en el corazón administrativo del Terror.

A las puertas de la muerte, Sebastien redacta sus memorias de esos días. Y así se despliegan ante los ojos del lector los hechos y las emociones que desde septiembre de 1793 a agosto de 1794 marcaron no sólo la Revolución Francesa sino el nacimiento de la modernidad.

El resultado es una novela histórica, con intrigas y momentos épicos, y una novela de ideas a la vez. Junto a una extensa presentación de personajes históricos, magnífica, difícil de superar, y posiblemente no hecha nunca antes en lengua castellana, asistimos a una descarnada denuncia acerca de la mentira sobre la cual se construyeron los valores esenciales de nuestra civilización, que mientras hace alarde de haber conseguido la libertad de sus ciudadanos, difícilmente podrá hacer lo mismo respecto a la igualdad.

Obra magna en la carrera del autor, Robespierre es, tanto en lo ético como en lo estético, una propuesta oceánica –como lo fueron la Revolución y sobre todo el Terror–, tras las que los lectores-náufragos hallarán aquello que buscaban.


Vendimiario 

Para realizar vuestra misión, el punto de partida es hacer todo lo contrario de lo que existió antes de vosotros. Robespierre Nuestra meta es la de crear un orden de cosas tal que se establezca una pendiente universal hacia el bien, de modo que las facciones se encuentren, de improviso, lanzadas al patíbulo. Saint-Just Una ligera brisa en el cuello. Eso fue exactamente lo que a guisa de heraldo sintió Sebastien al cruzar con su carruaje junto al Artefacto, sobre cuya hoja suspendida en lo alto, y en medio de un estrepitoso zureo de palomas, golpeaban en escorzo los incipientes rayos del sol matutino. Allí permanecía la célebre y temida balanza justiciera de la Revolución. Muda, orgullosa, surgida como obscena protuberancia del adoquinado que, a modo de eco, devolvía el nervioso piafar de los caballos. Un grupo de mugrientos y barbilampiños rapaces, valiéndose de un largo palo con el extremo ganchudo, intentaban quitar la tela que tenía como misión cubrir la hoja de acero de las miradas de la gente. Vocingleros e inocentes se divertían. La certidumbre de aquel triángulo plateado e irregular, inmóvil en su terrible locuacidad, captó de inmediato la atención de Sebastien, que accedía a la plaza en un traqueteante carruaje. Por un instante dudaría de la forma geométrica exacta de ese pedazo de metal, pues al hallarse parcialmente tapado fue incapaz de discernirlo. Sólo lo pensó. No le plugo dicha visión, más bien al contrario. Había imaginado tantas veces la escena al clangor de trompetas y clarines, o entre el estruendo del redoble de los tambores, que ahora, al contemplar la inescrutable Máquina, notó un nudo en la garganta. En puridad, así debía reconocerlo, por vez primera en su vida sintió miedo. Mucho miedo.

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