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Heidegger y la casa como apertura

En 1951, en la célebre cátedra que dictó en Darmstat, Martin Heidegger equiparó el ser al habitar. Hurgando en las palabras del alemán antiguo, el filósofo argumentó que el verbo construir (bauen) aparece subrepticiamente en la conjugación de la primera y segunda personal del singular del verbo ser (Ich bin, Du bist), de ahí su conclusión: “estar en la tierra como mortal significa habitar”.  Pero estar en la tierra significa también, luego entonces, encontrarse bajo el cielo, formando parte, al mismo tiempo, de un colectivo de mortales. Por eso, habitar es habitar la Cuaternidad—la tierra, el cielo, lo divino, la comunidad—que  Heidegger uniera bajo el principio inevitable del cuidado: “En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en la espera de los divinos, en la conducción de los mortales, acontece de un modo propio el habitar como el cuidar (velar por) de la Cuaternidad. Cuidar (velar por) quiere decir: custodiar la Cuaternidad en su esencia. Lo que se toma en custodia tiene que ser albergado”.

Tanta atención le dedicó Heidegger a la relación entre el construir, el habitar y el pensar (los tres verbos que, sin comas de por medio, sirven de título a la conferencia, y subsecuente ensayo, del 51) que no es para nada sorprendente la publicación de un libro sobre y alrededor de la cabaña que construyó y habitó intermitentemente, aunque por muchos años, al pie de la Selva Negra.En La cabaña de Heidegger. Un espacio para pensar, el arquitecto y profesor de la Escuela de Arquitectura de Welsh, Adam Sharr, no sólo describe con puntualidad, incluyendo planos y fotografías del lugar, la ubicación y el proceso de construcción de la cabaña sino que también se decide, con cierta cautela eso sí, a abrir sus puertas. La idea rectora es que existe una relación no sólo estrecha sino fundamentalmente productiva entre el espacio de la cabaña y el espacio de la página. La casa de “arriba”, como la describiera Heidegger comparándola de manera positiva con la vida superficial y ruidosa de “abajo” en universidades y ciudades varias, constituía su lugar de trabajo: el espacio que, cercano a las montañas y abierto al clima, podía servir como filtro de esa “ley oculta” de esa naturaleza circundante que constituía, con todo, la verdadera materia de la filosofía. La cabaña se convertía así en el espacio alquímico donde el paisaje se transformaba en pensamiento, es decir, en lenguaje.
Su apego a la cabaña y a la forma de filosofía que éste le facilitaba fue tal que, en 1933, cuando la Universidad de Berlín le ofreció un prestigioso puesto, lo rechazó. En “Por qué permanecemos en provincia”, el artículo que publicó justo un año después, explicaba sus razones: “Cuando en la profunda noche del invierno una bronca tormenta de nieve brama sacudiéndose en torno del albergue y oscurece y oculta todo, entonces es la hora propicia de la filosofía. Su preguntar debe entonces tornarse sencillo y esencial. La elaboración de cada pensamiento no puede ser sino ardua y severa. El esfuerzo por acuñar las palabras se parece a la resistencia de los enhiestos abetos contra la tormenta. Y el trabajo filosófico no transcurre cual apartada ocupación de un extravagante, sino que tiene una íntima relación con el trabajo de los campesinos”. Más que un parapeto contra el mundo, la cabaña era, por el contrario, una apertura: la mejor oportunidad de entrar en amplio y denso contacto con él. Además de un espacio, la cabaña también era un método de vida y de pensamiento. El rectángulo de la residencia y el rectángulo de la página vueltos ambos pura habitación. 
Hay ciertamente una serie de peculiares pensadores de la montaña (Thoreau en Walden Pond, Wittgenstein en Noruega, Jung a las orillas del lago Zurich) que desdeñaron la vida agitada y superficial de las ciudades, optando por la vida ruda del campo. No todos conservaron la fe en la vida de provincias, como la denominara el autor de Ser y Tiempo (son legendarias las quejas de Wittgenstein después de su experiencia como maestro rural, por ejemplo) y, juzgando por la temprana relación de Heidegger con el nazismo, la vida campirana no salvó a nadie de (¿o condujo a?) la estupidez política. Pero queda de esa cabaña a los pies de la selva negra una experiencia vital e intelectual que, desde sus inicios en 1922,  volviera visible la estrecha y productiva relación que va del espacio doméstico—de la habitación—al espacio de la página—la habitación.
* Cristina Rivera-Garza, su último libro es El mal de la taiga
El Pais

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