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Valiente clase media. Dinero, letras y cursilería

Valiente clase media cuenta una historia incómoda: la de las formas en que la interpretación de asuntos de dinero y clase fueron separando a la escritura en castellano para convertirla en dos: la americana y la española. Es una historia de los que inventaron a América tal como la imaginamos gracias esa forma involuntaria y hermosa de la propaganda que es la literatura.

El último poeta mayor del siglo de oro fue mujer, monja y mexicana. Eso todo el mundo lo sabe. Como si no fuera bastante inusual, sor Juana Inés de la Cruz además fue la contadora general de una de las instituciones de crédito más sólidas del imperio. No es tan raro, entonces, que presentara sus poemas a los lectores españoles invitándolos a introducirse en su libro como si fuera una tienda, ni que viera los problemas del corazón más bien como asuntos de finanzas. 

Un siglo después de la muerte de sor Juana, los historiadores jesuitas en el exilio romano sembraron la idea de que era necesario quebrar el imperio -escribieron historias individuales de Chile, de México, de lo que hoy es Ecuador-, no en plan de ganar derechos cívicos, sino contables. Internacionalizaron la marca "América Latina" fantaseando sobre la opulencia de un territorio que es, en realidad, un rimero de selvas, desiertos y sierras. 

Luego siguieron las guerras de Independencia y ni el dinero ni el poder cambiaron de manos. ¿Cómo fue que los españoles de América pasaron de terratenientes nobles a lustrosos empresarios republicanos? El venezolano Manuel Antonio Carreño fue el ideólogo que cifró el camino del liberalismo católico, enteco y abusivo que todavía gobierna media América Latina. No lo hizo escribiendo un ideario político, sino un manual de urbanidad que, para colmo, todavía se consulta en medio continente.

Es un tópico consagrado que los Modernistas de entre siglos fueron las primeras voces de una América Latina globalizada a sangre y fuego. Manuel Gutiérrez Nájera, un modernista tan adelantado que hasta hace poco se le consideraba más bien precursor, es el mejor testigo del nacimiento en América del grupo social que cambió al mundo a pesar de su cursilería cerval y su terror al cambio: la clase media. 

Y tras él Darío: el poeta más grande. Su escritura extrema, neuróticamente moderna, ¿se puede explicar también como un asunto de clase? ¿Como la voz de un recién llegado al grupo que corta el queso? Tal vez situar su cursilería en el contexto de un grupo en ascenso social ayude a adormecer los excesos todavía incómodos de su gusto. 

La página escrita suma, reinvierte en prácticas consagradas y seguras y busca nichos inesperados que reproduzcan su propia riqueza. También selecciona y por tanto margina, pero a la vuelta de la historia va admitiendo a voces inesperadas que pelearon su lugar en ella -sor Juana y Darío aquí como las dos puntas de un arco que fundamenta a la escritura americana y le da el mito de origen que la separó de la española: el del escritor que se impuso a contracorriente de su grupo de origen social. 

Álvaro Enrigue (México, 1969) es autor de cuatro novelas y dos libros de cuentos. En Anagrama ha publicado Hipotermia, Vidas perpendiculares y Decencia. Doctor en Letras Latinoamericanas por la Universidad de Maryland, ha sido profesor en la Universidad Iberoamericana en México y en la de Princeton. Vive en Nueva York.

I. EL ESTIGMA DE DARÍO
Hay un poema de Rubén Darío que me ha obsesionado por años: la «Epístola a la señora Lugones». En él, un poeta que decía poquísimo sobre la realidad que lo circundaba, escribió no sólo sobre sí mismo, sino hasta de su famoso sobrepeso y su alcoholismo. Dice:
¡Y tan buen comedor guardo bajo mi manto!
¡Y tan buen bebedor guardo bajo mi capa!1
Fui a París a buscar a su fantasma de gordo.
Llegué al Hotel des Académies et des Arts, en Montparnasse, porque extrañamente sus propietarios se ofrecieron a financiar mi estancia y una investigación que en realidad no conducía a ningún lado. Como el hotel es boutique y yo soy escritor, no supe muy bien cómo comportarme: es el tipo de lugar en que el conserje tiene probablemente mejores maneras que uno, seguramente un guardarropa más sofisticado e, incuestionablemente, un mejor corte de pelo.

Cuando me presenté, el conserje estaba consciente de que por entonces yo escribía para una revista más o menos influyente en el mundo de los viajeros millonarios y que, por lo mismo, tenía que dejar de ser parisino por un momento para recibirme con esa amabilidad, alambicada y cortesana, a la que somos afectos los latinoamericanos. Al pobre casi le da un ataque de nervios cuando leyó la primera página de mi pasaporte, aunque no me queda claro si porque temía la venganza de unos accionistas anónimos si mi visita fracasaba, o porque nunca se imaginó que el emisario de una revista tan sofisticada se vería como un inmigrante albano. Tuvimos la conversación menos fluida del mundo.

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