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Treblinka

En octubre de 1942, Chil Rajchman y su hermana fueron deportados a Treblinka, un campo de concentración pensado exclusivamente para el exterminio de judíos. Ella es enviada a la cámara de gas, y él es obligado a participar en la matanza: se encarga de rapar a las mujeres antes de ser ejecutadas o buscar dientes de oro entre los cadáveres. En agosto de 1943, después de una rebelión de los prisioneros, Rajchman escapa. Durante su huida escribió la historia de sus diez meses en Treblinka.

Redactadas en yidish, estas memorias permanecieron ocultas durante años, y sólo después de la muerte de su autor han visto la luz. Treblinka es un libro único, escrito en tiempo presente, con una urgencia y una inmediatez estremecedoras. Esta edición incluye el célebre texto de Vasili Grossman en el que se cuenta detalladamente cómo funcionó la maquinaria de destrucción del «infierno de Treblinka, en comparación con el cual, el de Dante resulta un juego inofensivo e inocente de Satán». 

PÁGINAS DEL LIBRO
     Los tristes vagones me conducen hacia allí, hacia aquel lugar. De todas partes nos llevan: del este y del oeste, del norte y del sur. De día y de noche. En todas las estaciones del año, viajan los trenes: primavera y verano, otoño e invierno. Los transportes viajan hacia allí sin obstáculos ni restricciones y Treblinka se vuelve cada día más rica en sangre. Cuanta más gente llevan allí, más crece su capacidad para recibirla.
     Partimos de la estación de Lubartów, que queda a unos veinte kilómetros de Lublin. Viajo con mi joven y bella hermana Rivke, de diecinueve años, y mi buen amigo Wolf Ber Rojzman, con su mujer y sus dos hijos.
     Igual que los demás, ignoro hacia dónde nos conducen y por qué. No obstante, tratamos, dentro de lo posible, de averiguar algo sobre nuestro destino. Los ladrones ucranianos que nos vigilan no quieren concedernos la gracia de contestarnos. Lo único que oímos de ellos es:  
     -¡Entregad el dinero, entregad el oro y los ob-jetos de valor!
     Estos asesinos nos revisan constantemente.
     Casi en todo momento alguno de ellos nos aterroriza. Nos golpean salvajemente con las culatas y todos tratamos, dentro de lo posible, de esquivar el ensañamiento de los asesinos con algunos zlotyspara evitar golpes.
     Así es el viaje.Casi todos los que se encuentran en el vagón son conocidos míos del mismo pueblo, Ostrów Lubelski. En el vagón somos unas ciento cuarenta personas. Estamos hacinados, el aire es excesivamente denso y nocivo, cada uno apretujado contra el otro. Aunque las mujeres y los hombres están juntos, debido al hacinamiento, todos tienen que evacuar sus necesidades donde están. De todos los rincones se oyen pesados quejidos, y cada uno le pregunta al otro: «¿Adónde vamos?» Sólo que todos se encogen recíprocamente de hombros y responden con un profundo «¡Ay!». Nadie sabe adón-de nos conduce el camino y, a la vez, nadie quiere creer que nos dirigimos hacia donde llevan, desde varios meses atrás, a nuestras hermanas y nuestros hermanos, a nuestros seres queridos.
     A mi lado está sentado mi amigo Katz, ingeniero de profesión. Él me asegura que nos dirigimos a Ucrania y que allí podremos establecernos en una aldea y ocuparnos de tareas agrícolas. Me da a entender que lo sabe con total certeza porque se lo dijo un teniente alemán, un administrador de una granja estatal a siete kilómetros de nuestro pueblo, en Jedlanka. Se lo contó como si fuese un amigo, porque cada tanto él le arreglaba un motor eléctrico. Yo quiero creerle, aunque veo que, en verdad, no es así.

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